Opinión

Análisis Pretensión de normalidad, miedo a la traición y pánico al aburrimiento

Por Sergio Berensztein

No es la primera vez que la política argentina se entrevera con la cuestión del aburrimiento. Hace poco más de dos décadas, Antonio Cafiero, abuelo del actual jefe de Gabinete de Ministros, planteó el tema también en una campaña electoral con una hipótesis que para muchos resultaba perjudicial: instaba a imaginar “un domingo de invierno, con lluvia, sin fútbol y con De la Rúa como presidente de la Nación”. Esto inspiró una de las campañas publicitarias más recordadas alrededor de un candidato: “Dicen que soy aburrido”, repetía Fernando frente a cámaras, para luego contrastar los valores y las propuestas de la Alianza con la desgastada imagen de Carlos Menem y su gobierno, cuyo canciller, Guido Di Tella, había afirmado poco antes en Nueva York, haciendo gala de su ironía: “Luego de 10 años y 6 meses en el poder, los argentinos están aburridos de nosotros, por lo que hace falta un cambio. Hasta yo debería cambiar mis chistes, porque también ya comenzaron a aburrirme”.

En estos 22 años pasaron demasiadas cosas, la mayoría muy negativas: la pobreza y la marginalidad aumentaron a escala sideral; el país entró en una dinámica de creciente aislamiento y autodestrucción, desacoplándose del mundo desarrollado y democrático en términos de tendencias, debates y aspiraciones; nuestra cultura política se deterioró como consecuencia de fuertes divisiones ideológicas, cognitivas y también personales, que profundizaron una de las características más notables de nuestro sistema político: la enorme desconfianza existente entre sus principales líderes. Sin embargo, las connotaciones negativas del aburrimiento se han mantenido, resurgiendo en este caso como fruto de una singular comparación realizada por Sabina Frederic.

En el contexto de una de las campañas electorales más decadentes que recordemos, en la que predominan gritos, insultos, groserías, errores no forzados y mensajes desconcertantes (reflejo de un sistema político estable pero extremadamente mediocre: como ocurre con el manejo de la pandemia, hubiese sido imposible explicar que la política argentina fuese capaz de hacer las cosas medianamente bien), la titular de la cartera de Seguridad afirmó que podría ser más entretenido vivir en medio de la inseguridad que en la supuestamente aburrida Suiza. Si nos guiáramos por las cifras, cualquier comparación en términos de ingreso o bienestar deja muy mal parado a nuestro país, situación que se extiende cuando se analizan variables de otro orden. Según el World Happiness Report, elaborado con datos de Gallup, Suiza ocupa el cuarto lugar, precedida por Finlandia, Islandia y Dinamarca. La Argentina solo aparece en el puesto 50. Evidentemente, puede que el dinero no garantice la felicidad, pero algo ayuda.

Los griegos consideraban al ocio como uno de los caminos a la sabiduría: según ellos, propiciaba la generación de experiencias vivenciales saludables con uno mismo, con el entorno y con la naturaleza. Y cada vez más especialistas coinciden en que el aburrimiento tiene connotaciones positivas. Un artículo publicado en el Journal of Experimental Social Psychology en 2016 aseguró que quienes están dispuestos a aburrirse “son capaces de desarrollar ideas más originales”. Dos años más tarde, un estudio realizado por las universidades Australian National, Nanyang Technological y el Singapore Management concluyó que el aburrimiento es una fuente de creatividad y productividad. Todo parece indicar que la monotonía estimula la investigación, promueve la innovación y hace que el cerebro busque vías de escape alternativas. Incluso, puede ser un motor de cambio para redirigir nuestras vidas: si uno nunca frena, difícilmente se le ocurran ideas nuevas. Un poco de aburrimiento no nos vendría nada mal.

Quien luce particularmente abrumado es Alberto Fernández, tratando de convencer a casi todos sus principales socios del FDT (Cristina, Máximo, Sergio Massa) de que no tiene en mente traicionarlos. “De nuevo, le faltó agregar”, comentó risueño un cáustico dirigente K. ¿Mensaje subliminal para los excluidos gobernadores peronistas, incluido Axel Kicillof? ¿No son ellos también socios importantes de la coalición de gobierno? No queda claro qué entiende el Presidente por “traición”. ¿Qué significa para él este término? ¿Cómo podría, por ejemplo, traicionar en la práctica a la vicepresidenta? ¿Cumpliendo con la independencia de poderes y no influyendo en las decisiones de la Justicia? Es cierto que el peronismo tiene una obsesión con el tema, a tal punto que el icónico 17 de octubre es el Día de la Lealtad, antónimo de “traición”. Un connotado y mordaz dirigente justicialista comentó hace tiempo que celebran esa jornada para poder traicionarse el resto del año. Otro exfuncionario de vasta experiencia y roce internacional, alejado de las internas partidarias, había advertido: “Lo único que el peronismo no perdona es la derrota: peronismo es ganar”.

¿Tiene necesidad el Presidente de ratificar su compromiso con sus socios en un momento de extrema debilidad o les está advirtiendo que el resultado de las próximas elecciones puede que no sea demasiado auspicioso y que, en lo posible, no deberían interpretar eso como una traición? Según un sondeo reciente de D’Alessio Irol-Berensztein, al menos un 19% de los votantes del FDT de 2019 elegirían otras opciones en estos comicios. De este modo, el techo de la coalición oficialista estaría en torno al 39%. El piso, considerando también los resultados de 2009 y 2013, se acercaría al umbral del 30%. Es por eso que “ganar por un voto” se haya convertido en el mejor escenario para un oficialismo que está tratando de recuperar por todos los medios su demacrada competitividad electoral. Las trampas del lenguaje agregan un raro condimento a dicha gesta: para pelear voto a voto, hace falta que los militantes salgan a convencer a los indecisos. Interesante que en la fiesta de la democracia, como son las elecciones, el verbo más invocado por el FDT sea militar.

Paralelamente, se recurre al viejo arsenal de medidas de cortísimo aliento, meramente electoralistas, que entrañan costos significativos en especial de mediano y largo plazo, pero que son vistas como el mal menor a la hora de consolidar, aunque sea, el apoyo del núcleo más afín. Esto explica el atraso en el tipo de cambio, que se viene devaluando a un ritmo muchísimo más lento que la inflación. La enorme mayoría de los argentinos comprende que esto solo incrementa las chances de una devaluación poselectoral, hipótesis que se refuerza a partir del contundente rechazo que dicho evento provoca en connotados funcionarios del Gobierno. Algo parecido ocurre con el cepo a las exportaciones de carne. Ya generó pérdidas multimillonarias para el sector, al margen de destruir fuentes de trabajo, destrozar la reputación del país como proveedor, desalentar la inversión y no haber alcanzado el supuesto objetivo que le dio origen: que cayeran los precios al consumidor. El Gobierno pone en riesgo el quorum del FDT en la Cámara Alta con esta medida, ya que podría implicar una pérdida significativa de votos en varias provincias ganaderas en las que se eligen senadores, como Córdoba, Corrientes y Santa Fe. Todo sea por llevar un poco de asado a las mesas de los votantes del Gran Buenos Aires. Llama también la atención tanto esfuerzo por “normalizar” a las apuradas la vida cotidiana mientras se expande la circulación comunitaria de la cepa delta. ¿Están el gobierno nacional y, sobre todo, el de la provincia de Buenos Aires planificando seriamente los testeos para contener el avance del virus? ¿Son confiables y significativas las estadísticas oficiales que reportan diariamente el número de contagios y de muertes? Un gobierno que no tuvo reparo en manipular durante años las cifras de inflación, ¿podría estar dispuesto a hacer “contabilidad creativa” por unas semanas con las de la pandemia?

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