Cultura

HistoriaPasión, conquistas y la extraña muerte de Alejandro Magno, el hombre que en diez años dominó el mundo desde Grecia hasta la India

Estudió con Aristóteles y con los mejores músicos y poetas de su tiempo, pero eligió vengarse de los persas y arrasar toda el Asia Menor a sangre y fuego. Perfil de uno de los mayores guerreros de la historia.

Corre el 323 antes de Cristo. El diez de junio (o acaso el once: no se sabe), el hombre ha muerto durante la noche en el palacio de Nabucodonosor II de Babilonia. Le faltaba un mes para cumplir 33 años. Sobre la causa de su muerte habrá muchas teorías: veneno, malaria, fiebre del Nilo. Y en tiempos de medicina moderna, pancreatitis aguda. Su cuerpo reposa ahora, tres días después del final, cubierto de finas especias y un paño mortuorio púrpura, en un féretro de oro, y junto al féretro, su armadura en un carruaje de gala, dorado. En el futuro, ese cuerpo sufrirá muchos avatares…

Ha nacido en Pela, Grecia, el 20 o 21 de julio del 356, hijo de Filipo II, rey de Macedonia, y de Olimpia, hija de Neoptólemo I de Epiro. Lo llaman Alejandro. Y recién sabrá mucho después que su verdadero padre no fue Filipo II sino el faraón egipcio Nectanebo, que llegó a la corte presentándose como mago. Creció fuerte, y según varios biógrafos era «de hermosa presencia, de baja estatura (un metro sesenta), piel blanca, la nariz un poco curva e inclinada a la izquierda, pelo ondulado castaño claro, y ojos heterócromos: el izquierdo marrón y el derecho gris, tal vez de nacimiento o a causa de un traumatismo craneal. Tenía el hábito de inclinar ligeramente la cabeza sobre el hombro derecho«.

Imaginemos su niñez. Leónidas, un maestro macedonio, forja su cuerpo y su espíritu, y Lisímaco, un profesor de letras, lo lleva, hasta enamorarlo, hacia Homero, su Ilíada, sus poemas, Herodoto y su narración del pasado, y los líricos versos de Píndaro. Y por si no bastara, apenas a sus trece años lo ponen bajo el ala de Aristóteles, con quien pasa cinco largos años entre la iluminación de la filosofía y de la ciencia, según publicó Infobae.

¿Cómo era posible, con esa forja, imaginarlo como el feroz guerrero y el implacable conquistador de medio mundo? ¿Cómo, venciendo con 40 mil hombres a los 500 mil del rey Darío III de Persia? Tal vez estaba en su sangre. Cuenta Plutarco que Filipo II compró un gran caballo imposible de montar, y menos de domar. Alejandro, niño, notó que la hostilidad del animal se debía al miedo que le causaba su propia sombra. Lo montó frente al sol, lo dominó, y Filipo le dijo: «Búscate otro reino, hijo, porque Macedonia es demasiado pequeña para tu inteligencia«. Ese caballo era Bucéfalo. Y con él cabalgó a sangre y fuego por cuantos reinos cayeron a su paso.

Heredó una espina clavada en el corazón: las masacres del imperio persa, por siglos, contra los griegos, y la caída de todas las ciudades costeras del Asia Menor y muchas islas del mar Egeo. Había sonado la hora de la venganza. También la de su heroísmo, su crueldad, su grandeza, su mito. Sus días de gloria empezaron en el 334, cuando cruzó el Helesponto hacia el Asia Menor, apuntó al corazón de Persia y de Darío, y lo venció en las batallas de Gránico, Issos, Gaugamela y Puerta Persa, y avanzó hacia la India.

¿Qué secreto de gran estratega tenía para esas victorias apenas a sus 22 años y contra un ejército diez veces superior en hombres y armas? Lo decisivo en el arte de la guerra: los mejores hombres y las mejores armas. Esos hombres, griegos, mercenarios, macedonios, tracios, peonios, cretenses y tesalio, fueron armados por Alejandro y lanzados hacia el enemigo bajo nuevas tácticas. Su infantería contó con miles de sarissas, lanzas de cinco metros en cerrada formación de erizo: rota una primera línea, el enemigo se estrellaba contra una prieta e invencible red de lanzas.

Las dos infanterías, liviana y pesada, cambiaron su ubicación tradicional: el factor sorpresa. Los arqueros cretenses y las caballerías ligera y pesadas, además de catapultas modificadas (más livianas y con mecanismo de ballesta) completaron un avance de aplanadora contra esa fuerza que llegó a tener 600 mil hombres, pero incapaces de vencer a ese torbellino…

Dato esencial. ¿Qué países actuales conquistó Alejandro? Créase o no, Grecia, Irán, Turquía, Siria, Egipto –dónde fundó la ciudad de Alejandría–, Túnez, Afganistán, Pakistán, India. ¿En quiénes influyó? Desde Julio César a Napoleón, pasando por el norteamericano George Patton (1885–1945), en casi todos los grandes guerreros de la historia.

Aristóteles le aconsejó no batallar a tan corta edad, pero Alejandro le contestó:

Si espero, perderé la audacia de la juventud.

Respuesta premonitoria: la vida le concedería apenas una década de victoria y dominio sobre  ese vasto mundo…

Recorrió, al frente de sus guerreros, más de 25 mil kilómetros, perdió 750 mil hombres, llevó la cultura griega a muchos de esos pueblos –algunos, bárbaros–… pero también quemó ciudades, saqueó aldeas, dejó crucificar hombres y violar mujeres.

Extraño bifronte. De la luz de Aristóteles, Homero, Píndaro, al barro sangriento de las batallas. Y de ese alud salvaje,  a abrir un camino de civilización: el camino al comercio con Oriente, y la fundación de más de setenta ciudades. Un soldado y un semidiós. El mismo hombre que en Gordión, Frigia, donde estaba el célebre nudo que según la leyenda daría el dominio de Asia al que fuera capaz de deshacerlo lo cortó con un golpe de espada. Que amó las artes tanto como las sangrientas victorias. Que fue herido tres veces y sobrevivió: algo que ante sus soldados le dio fama de inmortal, a pesar de que lo salvó su cirujano, Critodemo de Cos. La ciencia, no los dioses

Se casó con varias princesas de los territorios persas conquistados. Roxana, hija del sátrapa Oxiartes de Bactria. Barsine–Estatira, hija del rey Darío III… al que Alejandro derrotó. Parysatis, hija del rey Artajerjes III. Fue padre de Heracles de Macedonia, nacido en el 327 (madre, Barsine), y Alejandro IV de Macedonia, nacido en el 323…, seis meses después de la muerte de su padre. Madre, Roxana.

Tuvo una concubina célebre por su belleza: Campaspe. Pero según el escritor romano Curcio (siglo I después de Cristo), «Alejandro despreciaba los placeres sensuales. Su madre temía que no dejara descendencia, y su padre le llevó una muy cara cortesana, Calixina, para que le despertara el apetito sexual (…) También tomó como amante a Bagoas, un eunuco persa al que nombró administrador de la construcción de barcos, y a Euxenipo«

En realidad, los debates sobre la identidad sexual de Alejandro son un anacronismo. En el mundo antiguo no existía el concepto de homosexualidad. Esa atracción no era juzgada: se la consideraba normal y parte de la naturaleza humana. En cuanto a los historiadores que, por sus matanzas, lo han comparado con Hitler o Stalin, el profesor Robin Lane Fox, titular de la cátedra de Historia de la Oxford University, dice: «Creo que sus prejuicios modernos los llevan a mal puerto. Alejandro nació rey –no derrocó una constitución, como Hitler–. No tenía idea de que era la limpieza étnica o racial. Quería incluir en su reino a los pueblos conquistados».

Otro historiador inglés, Nicholas G.L. Hammond, lo define así: «Sus profundos afectos, sus fuertes emociones, la brillantez y la rapidez de su pensamiento, su curiosidad intelectual, su amor por la gloria, su espíritu competitivo, la aceptación de cualquier reto, su generosidad y compasión, y por otro lado su ambición desmesurada, su despiadada fuerza de voluntad, sus pasiones y emociones sin freno, lo convierten en el buen salvaje».

Después que Roma ocupara Egipto en el 29 antes de Cristo, la tumba de Alejandro fue saqueada, y su cuerpo, flagelado por varios emperadores.  Octavio Augusto rompió la nariz de su estatua. Pompeyo el Grande robó su capa. Calígula saqueó su tumba y robó su coraza para lucirse con ella. Y en el 200 después de Cristo, el emperador Septimio Severo cerró, en público, su tumba.

Alejandro Magno vive hoy en las ciudades que fundó, en el horror de sus matanzas, en las rutas comerciales que abrió, en la cultura griega que infundió en muchos pueblos bárbaros, en decenas de bustos y estatuas y monedas de oro, plata y bronce, y hasta en el sendero bifurcado de los héroes y los criminales.

Lo quiso todo. Todo lo logró. Su misteriosa muerte sumó otro escalón más a su leyenda. Y un día, dentro del ataúd y a pesar de su gloria, «le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos«, como escribió Borges en uno de los cuentos de Historia Universal de la Infamia.

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