Opinión

AnálisisLas vertientes ideológicas del cuarto kirchnerismo

Por Sergio Berensztein

Desde su surgimiento, pero en especial desde el retorno a la democracia, el peronismo se vio siempre a sí mismo como el partido del poder. Con una clara vocación por gobernar, a menudo extraviada en una febril tentación hegemónica, sus múltiples encarnaciones abrazaron las más disímiles ideologías que, a pesar de sus contradicciones y matices, tienen algo en común: privilegiar el control del aparato del Estado como mecanismo para acumular y conservar poder. Alberto Fernández expresa en su experiencia personal una síntesis perfecta de ese recorrido sinuoso y en algunos casos algo extravagante que acumula en términos de ideas el fenómeno peronista desde su concepción: nacionalismo de derecha en su juventud, inclinaciones seudosocialdemócratas durante el alfonsinismo, reformismo promercado en la era de la convertibilidad, progresismo estatizante en sus años dorados como ladero de Kirchner (a quien reconoce como su único jefe) y pragmatismo extremo en sus intentos de recuperar influencia entre 2009 y 2019 (incluida la creación de su propio espacio político, el Partido del Trabajo y la Equidad, e inestimables servicios para Scioli, Massa y Randazzo).

En estos casi 10 meses de gestión, los logros fueron acotados. Más allá del acuerdo con los bonistas, cuesta encontrar algún aspecto destacable, incluida la preocupante dimensión sanitaria. El Gobierno no solo ha abandonado el concepto de cuarentena, sino que, dadas las cifras catastróficas de contagiados que se suman a diario, necesita desembarazarse de la pandemia incorporando otras cuestiones a la agenda

En estos casi 10 meses de gestión, los logros fueron acotados. Más allá del acuerdo con los bonistas, cuesta encontrar algún aspecto destacable, incluida la preocupante dimensión sanitaria. El Gobierno no solo ha abandonado el concepto de cuarentena, sino que, dadas las cifras catastróficas de contagiados que se suman a diario, necesita desembarazarse de la pandemia incorporando otras cuestiones a la agenda. No extraña que se hayan abandonado las conferencias de prensa, pues casi cualquier comparación con otros países incrementaría los interrogantes respecto de la estrategia desplegada por el Gobierno, incluidos los costos (no solo económicos) de los confinamientos tempranos y extremos. Es inentendible la decisión de la administración Fernández de ignorar sistemáticamente las principales demandas de la ciudadanía (inflación, inseguridad, incertidumbre sobre el futuro de la economía), así como los problemas estructurales del país (calidad institucional, competitividad, déficit fiscal, mala y cambiante regulación, pequeñez del sistema financiero). Se trata de un gobierno que desdeña al sector privado cada vez que puede, con una lectura mercantilista muy elemental que supone que si una empresa gana, la sociedad pierde.

Esto convive con algunos rasgos típicos del viejo estatismo que caracterizó a la cultura política argentina por lo menos desde la crisis de 1930. La obsesión por la sustitución de importaciones, por tomar como un dato inalterable la «restricción externa» (la falta de dólares), en un contexto donde se deprecia notablemente la moneda norteamericana a punto tal que muchos dudan de que continúe siendo reserva de valor a nivel global (en gran medida, por la pérdida de relevancia de EE.UU. como potencia), conecta esta cuarta experiencia kirchnerista con el más puro pensamiento cepaliano que precede varias décadas al proceso de globalización. Se trata de una concepción estatista absolutamente anacrónica que se emparenta con visiones nostálgicas y edulcoradas del antiguo régimen proteccionista y mercado-internista como las que defiende, entre otros, el propio Donald Trump.

Se ratifica que los populismos de derecha y de izquierda tienen múltiples elementos en común, incluidos el personalismo de sus líderes, su desconfianza en las burocracias estatales (lo que, en parte, explica su tendencia al nepotismo) y su incomodidad con los establishments políticos y económicos, incluyendo los medios de comunicación. La cuarta versión del kirchnerismo contiene también importantes elementos populistas que aparecen con mayor nitidez a medida que se radicaliza el discurso del Gobierno gracias al creciente peso de CFK en su agenda. La búsqueda de enemigos externos e internos y la profundización permanente de «grietas» constituyen dos elementos muy característicos del populismo, que ganaron terreno en el contexto de esta pandemia. Estos enemigos suelen mutar a lo largo de la historia. Así, el tradicional clivaje «Buenos Aires vs. provincias del interior», con obvias raíces en el siglo XIX (y que encaja muy mal en la disputa entre «federales» y «unitarios», como pone de manifiesto la figura de Rosas), es ahora modificado con la ubicación de la capital argentina como epicentro del eje del mal. El revisionismo histórico vernáculo venía acusando a la burguesía porteña por su europeísmo entreguista desde la década de 1930, cuando el esplendor de esta ciudad causaba admiración incluso en los viajeros e inmigrantes que llegaban del Viejo Continente. No hay dudas de que aquí mejoraron mucho la infraestructura y la calidad de vida en la última década y de que el contraste con ese monumento perfecto al fracaso nacional en el que se ha convertido el conurbano es impresionante. El peronismo, surgido de los arrabales por entonces pujantes de Berisso y Ensenada, no puede ignorar su responsabilidad en la multiplicación exponencial de la pobreza y la indigencia, pues gobernó el país, la provincia y la mayoría de esos municipios durante al menos el 70% del tiempo transcurrido desde 1983 a la fecha. Pero hacerlo implicaría asumir culpas y revisar procesos. Esa clase de autocríticas sigue siendo ajena a la cultura política nacional.

Otro vector ideológico que al menos discursivamente tiene influencia es el «socialdemócrata». De allí las constantes referencias de Alberto Fernández a Raúl Alfonsín y su reiterada admiración, idealizada y bastante anacrónica, por los países nórdicos, a los que suele tomar como un todo homogéneo a pesar de sus importantes diferencias. Se siente aparentemente cómodo en sus charlas con Pedro Sánchez y mantiene desde hace mucho tiempo fuertes vínculos con otros miembros del PSOE. No debe menospreciarse tampoco la influencia del exsenador chileno Carlos Ominami, el padre del asesor presidencial Marco Enríquez. Es entendible que tanto Alberto Fernández como otros miembros del FDT se tienten con el ideal de una sociedad solidaria y progresista, con un piso envidiable de igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos. Lo notable es que minimicen el papel que la economía de mercado tuvo siempre en el modelo socialdemócrata como motor de generación de riqueza. Esa confusión los lleva a cometer groseros errores, como el de suponer que Finlandia podía ser una fuente de inspiración para la intervención del Estado en las telecomunicaciones.

Roberto Schwarz en Las ideas fuera de lugar analiza las utopías liberales que proliferaron en el Brasil de la transición entre el Imperio y la República Vieja, señalando que estaban completamente desconectadas de la realidad: en una sociedad esclavista y profundamente fragmentada, el liberalismo clásico aparecía como un corpus de ideas tan seductor como inaplicable. Algo parecido ocurre con el gobierno de Fernández: pretende administrar el país como si fuera posible implementar políticas que ponen al Estado en el centro de la escena. Sin moneda ni financiamiento, con la desconfianza de sus ciudadanos y del resto del mundo, caracterizada por una ineficiencia y una falta de transparencia crónicas, empecinada en profundizar problemas de por sí complejos como las tomas de tierras, la administración Fernández tiende a confundir sus deseos más profundos con las duras realidades que le toca gestionar. Macri podría compartir su experiencia personal con despropósitos similares.

 

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