Opinión

AnalisisHacia una «moralización social ascendente»

Por Mateo Saravia*

La Reforma universitaria de 1918 marcó una clara inflexión en el rumbo de nuestras universidades. Hoy a 104 años usufructuamos las bondades de aquella conquista que estudiantes levantiscos, disconformes ante un sistema educativo subyugado por el tutelaje de lóbregas currículas de claustro clerical, se oponían a los privilegios de élites y exigían una universidad concebida como herramienta de transformación social.

Aquella generación disconforme, hoy nos interpela y reclama la continuidad de aquel espíritu reformista, dispuesto a advertir los males de cualquier época y a reaccionar con la correspondiente enmienda.

La gran oportunidad que las universidades argentinas brindaron a generaciones de extractos sociales tan diversos, como iguales en derechos, hizo posible concretar las aspiraciones profesionales de una sociedad que ufana, comenzaba a hablar de “mi hijo el dotor”.

Desde entonces la realización personal pareciera más signada por la mera consecución de un “título universitario” que por aquellos principios esenciales que hacen a la verdadera calidad de la persona. Así los anhelos de preeminencia social derivaron en consignas exitistas, movidas en no pocos casos por una búsqueda de la realización material, conduciendo en estos términos a un ejercicio profesional impersonal, deshabitado por el hombre que se reconoce como tal en el prójimo, y legitima su oficio y existencia en la alteridad. Es por ello necesario destacar que la educación no es la mera transferencia de conocimientos de una disciplina particular o específica, sino más bien una relación tributaria y preestablecida entre el proyecto personal y un proyecto de nación. Sin embargo pareciera que en el ideario colectivo impera una concepción meramente utilitaria del saber, afianzado en una finalidad puramente «laboral”, divorciada del “saber” como alimento del espíritu, como instancia o proceso del engrandecimiento moral que fecunda los impulsos creadores. Pareciera que “mi hijo el dotor”, si bien abre un capítulo histórico en el cual las oportunidades pasan a ser un derecho para dejar de ser un privilegio, al mismo tiempo pone al desnudo las frustraciones, los complejos sociales y cierta tendencia hacia un “revanchismo clasista”.

En este sentido la “movilización social ascendente” es una expresión esperanzadora para quienes este juego de palabras representa un nicho social confortable, un fin último al cual debe aspirar nuestra sociedad, y que en las proclamas de nuestras clases dirigentes se erige como consigna irrefutable.

Ahora bien, es tan necesario como también es motivo de celebración cuando todo progreso material vence a la miseria, a la enfermedad, pero sobre todo cuando vence a la ignorancia. Sin embargo cuando solo imperan las meras bonanzas materiales como objetivo en los destinos de una nación, prescindiendo de sólidos cimientos morales que dignifiquen y enaltezcan la existencia, tarde o temprano, la efímera fortuna, ante una orfandad moral que la prohíje y rodrigone, degenera dando por tierra con colosales palacios de arena. En definitiva, es en los cimientos morales donde asienta el pedestal de nuestra HUMANIDAD, y sobre ésta donde engarza la gran obra de nuestros logros personales. Por ello sigue vigente el lema de aquella digna revuelta estudiantil que Deodoro Roca supo grabar en su manifiesto liminar: “los dolores que nos quedan, son las libertades que nos faltan”, señalar nuestra ruta como faro entre borrascas, perpetua pugna del hombre consigo mismo, afanándose en los rumbos perfectibles de la ciencia, la tecnología, pero, sobre todo, en su enaltecimiento moral”.

 

*Mateo Saravia es médico y dirigente de la UCR Salta

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