La historia que cuenta Cristóbal López sobre los últimos meses de su vida se podría resumir de esta manera. El 19 de diciembre pasado, para disipar los efectos de la discusión sobre la reforma provisional, el Gobierno le dio la orden al juez Ercolini para que lo detuviera. Ercolini apeló a un argumento por entonces de moda: la permanencia de López en libertad podría atentar contra el desarrollo de la causa donde se lo investiga. Para sostenerlo, el juez explicó que López había vendido sus empresas y que eso dificultaba el cobro de deudas pendientes. López sostuvo que esa venta no se realizó porque, justamente, estaba condicionada a la aprobación judicial. De allí desprende su relato sobre las razones de su detención: «No estuve preso, estuve secuestrado. Todo lo que esté cerca de Cristina debe ir preso».
Una de las principales enemigas de López es la diputada Elisa Carrió, quien es al mismo tiempo una aliada fundamental del presidente Mauricio Macri. Carrió sostiene otro punto de vista. Para ella, la liberación de López obedece a un pacto de impunidad. «Ahora me explicó algunas cosas que ocurren en la AFIP», escribió. Para que haya un pacto debe haber dos partes. En la visión de Carrió, una sería Cristóbal López. ¿Y la otra?
La teoría de Carrió se entiende mejor si se recuerdan algunos hechos recientes. El primero de ellos es la renuncia a la AFIP de Alberto Abad, el hombre que había denunciado la evasión del Grupo Indalo, de López. Abad fue reemplazado por un joven financista llamado Leandro Cuccioli, quien, en su breve trayectoria profesional, trabajó para Ignacio Rosner, quien hoy es la persona a cargo del Grupo Indalo y el supuesto candidato para quedarse con él.
Las dos versiones adjudican a Mauricio Macri roles opuestos. En una de ellas, Macri sería quien ordenó a un juez de primera instancia que detuviera a López de manera irregular. En la segunda, quien ordenó a la Cámara que lo liberaran como parte de un acuerdo que incluyó el desplazamiento del jefe de la AFIP que denunció a López. En los próximos días, habrá funcionarios que destaquen esa contradicción. «Acusan a Macri de encarcelar a López y de liberarlo. ¿No se dan cuenta de que es ridículo?». Quizá lo sea, o quizá solo una de las versiones sea la cierta, o la contradicción no sea tal porque obedece a dos momentos distintos.
Carrió, enterada de todo esto, acaba de acusar al Gobierno de manipular la AFIP. Es difícil minimizar tamaño señalamiento, ya sea por su contenido como por la entidad de quien lo formula.
La liberación de López se produce en un contexto en el cual distintos funcionarios y empresarios vinculados al Gobierno anterior empiezan a recuperar su libertad. El mismo día en que López y su socio, Fabián de Souza, volvieron a sus casas, Amado Boudou participaba de un nuevo encuentro fallido para resucitar al peronismo en San Luis. Boudou había sido liberado hace unas semanas mediante un fallo lapidario contra el juez Ariel Lijo, que lo había encarcelado en el momento preciso en el que se complicaba su propia situación en el Consejo de la Magistratura. Su socio de toda la vida, José María Núñez Carmona, también salió de la cárcel. Juan Lascurain fue detenido y liberado al día siguiente. Unos días antes, otra Cámara había decidido lo mismo respecto de Roberto Baratta, el ex secretario de Energía apresado el último día hábil previo a las elecciones de octubre. En esa misma resolución, el tribunal favoreció de la misma manera a Julio De Vido, quien sigue preso en otra causa.
Lo que sucede está muy bien descripto en El libro negro de la Justicia, tal vez uno de los mejores trabajos de investigación periodística de los últimos años. Su autor, Gerardo Young, explica allí que la Justicia federal se ha conformado desde la década del noventa como una herramienta más de la corrupción y la impunidad. Los jueces no han sido seleccionados o promovidos por su capacidad, integridad o idoneidad sino, al contrario, por su funcionalidad. No todos son iguales, e incluso un mismo juez puede actuar de manera correcta en un caso y sospechosa en otros. Pero el panorama general es desolador.
En ese contexto, todo el proceso de revisión de la obscena corrupción de la cupula kirchnerista se hizo de la peor manera. En el Lava Jato brasileño fueron presos dirigentes de todos los sectores políticos, funcionarios pero también dueños de las principales empresas del país, y además las detenciones no pudieron relacionarse con procesos electorales o cambios de gobierno. En la Argentina ocurrió exactamente lo contrario: los presos fueron todos opositores, ningún empresario cayó, las personas vinculadas al poder actual son absueltas en tiempo récord, como lo eran antes las vinculadas al poder anterior, se distribuyeron imágenes violatorias de la intimidad de las personas, algunas de las detenciones coincidieron con fechas demasiado convenientes para el oficialismo y todas ellas se hicieron sin condena previa. Nada de eso contribuye a darle credibilidad a un proceso que, sin dudas, es necesario y que, si se hiciera de manera seria, debería terminar con condenados tras las rejas.
Luis D’Elía, en cambio, deberá esperar un poco más desde el pabellón de presos comunes en el que lo depositaron.
Hasta hace pocas semanas, la pregunta era «¿Quién sigue?». Ahora es exactamente la misma. Solo que entonces se refería a quién sería el próximo detenido y ahora a cuál es el nombre del próximo liberado.
La Argentina no renuncia nunca a su condición de país espasmódico, aunque a veces sorprende la velocidad a la que se suceden sus espasmos.
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