Por Carlos Saravia Day
San Ignacio, como Perón, habían sido militares y exigían la obediencia pasiva y perfecta, “perinde ac cadáver” (disciplinado como un cadáver) ¿Pero un hombre puede obedecer como un cadáver? Esto es sin replica oral alguna y caer rígidamente del lado que lo empujen. Pues bien, aquí está el secreto del peronismo: disciplina jerárquica y obediencia ciega, aunque lo sustantivo y más importante es la abdicación definitiva del juicio propio, lo demás viene de la mano.
Perón, desde su exilio manejó a través de emisarios y ordenes la política argentina durante décadas.
Dado el principio de estrangular la anterior facultad reflexiva, la obediencia se produce mecánicamente.
El momento más importante durante la peregrinación a La Meca es la concentración en el monte Arafat, donde estuvo el profeta Mahoma, un orador se instala en lo alto y pronuncia una predica solemne y la multitud responde con el grito: “Labayba”: “aguardamos tus ordenes señor”.
La orden es más antigua que el lenguaje, sino dos perros no podrían entenderla, ni la manada de yeguarizos la campanilla de alarma de la yegua madrina.
El tipo más antiguo de la orden es la fuga ante la inminencia de un peligro mayor, dice Elías Canetti, Premio Nobel de Literatura, en la década de los ochenta.
La victoria tiene muchos padres y la derrota solo responsables.
Maquiavelo le aconsejaba al príncipe “Cuando un ejército es derrotado, para evitar la dispersión, hay que ‘Ritornar al segno’, agruparse en torno a la bandera y cobijarse bajo su ondeo”.
Es cuando más se notan las ausencias: la de expresidente y su exvicepresidenta y su portaestandarte y candidato Massa. No hay quien emita ordenes ni quien las transmita.
La Grande Armée de Napoleón, convertida en la armada Brancaleone de Vitorio Gassman.
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