Nunca voy a olvidar la última vez que visité la casa de Néstor y Cristina Kirchner en Río Gallegos. Mi familia los conocía de toda la vida. Mi papá, Miguel Ángel Zuvic, nació en Puerto San Julián, pero se fue a vivir a la capital de Santa Cruz para cursar la secundaria en el Colegio Nacional República de Guatemala, donde iban todos. Allí conoció a Néstor y se hicieron amigos. A mediados de los años sesenta, Néstor se recibió en el magisterio y mi padre como bachiller. Esa relación de amistad, que se prolongaría durante su vida adulta, se afianzó cuando Néstor volvió a Santa Cruz con Cristina a mediados de 1976, después de haber cursado la carrera de Abogacía en La Plata, donde la había conocido dos años antes. A su regreso a Río Gallegos, el matrimonio Kirchner y mis padres empezaron a compartir salidas sociales y reuniones familiares. Era muy común que nos encontrásemos en las fiestas de cumpleaños y casi todos los domingos, cuando nosotros almorzábamos en la casa de mi abuela paterna, Jesusa, sobre la calle Italia, donde yo viví hasta mis cinco años. Una casa chica pero impecable, con un jardín de rosas impresionante, los pisos encerados, las vitrinas de los muebles llenas de adornos y los sillones con carpetitas de crochet bien almidonadas. Una casita típica del Río Gallegos de hace treinta años. Esta era una de las casas del llamado barrio APAP que fueron construidas por el gremio de la Asociación del Personal de la Administración Pública Provincial. En ese barrio, sobre la calle Río Turbio, vivían mis abuelos maternos, Mariana González y Humberto Calderón, según inforrmó Infobae.

El pueblo era tan chico que nos vinculábamos entre todos. Ese intercambio era inevitable; no había posibilidades de elegir algo distinto. De esa forma, en Río Gallegos se generaban vínculos casi por obligación. Era imposible no relacionarse con las personas a las que uno veía todos los días en todos lados, pero también era un vínculo de supervivencia. Estábamos lejos del mundo y si a alguien le pasaba algo, no había siquiera un hospital para atender algo tan básico como un infarto. Teníamos que cuidarnos entre todos. Eso forjó una forma de ser y de vincularse muy particular de los santacruceños, un ADN que nació de la adversidad y la distancia.

Las reuniones hogareñas eran una ceremonia, casi una fiesta, en esa ciudad chica, con un viento implacable que hacía muy difícil la vida social puertas afuera. Ir a la casa de un amigo o a la peluquería, tomar un café o el té —una costumbre heredada de los pioneros ingleses que construyeron Santa Cruz— eran las actividades más regocijantes en ese paisaje tan duro, árido y exigente. Para nosotros era una tradición familiar ir a comer ravioles de seso a la casa de la abuela Jesusa y pasar horas y horas charlando en la cocina, que era el lugar de reunión por excelencia en cualquier casa de Río Gallegos. Todo el mundo quería ir a esos almuerzos, porque mi abuela cocinaba maravillosamente y los Kirchner, que vivían a la vuelta, donde ahora vive Máximo, no eran la excepción. Iban muy seguido, y por eso era habitual que compartiésemos mucho tiempo con la familia Kirchner con mis hermanos, entre ellos Cecilia, que es dos años más chica que yo y era compañera de clase de Máximo en la escuela provincial Pablo VI llamada «medio caño». Así la conocíamos porque la estructura, como muchas de esa época, era literalmente un medio caño para que el techo fuese curvo, como un iglú, y no se acumulase la nieve.

Un día, siendo muy chica —tenía seis o siete años y cursaba el primer grado de ese colegio—, mi abuela Jesusa me llevó a la casa de Néstor y Cristina, que vivían a la vuelta y a la que después de ese día no volví nunca más. Me habían invitado a pasar una tarde de fin de semana con ellos y Máximo. En aquellos años Cristina todavía me quería mucho: me llamaba con cariño «Marianita» y «Cascabel», alternativamente, porque le gustaba mi personalidad revoltosa, que ella consideraba vistosa y divertida. El living de su casa ubicada en la esquina de La Manchuria y Monte Aymond tenía un aspecto suntuoso que resultaba llamativo para una nena de mi edad, con una gigantesca alfombra blanca de pelo largo que pretendía hacer juego, aunque de forma dudosa, con los muebles negros laqueados. Ese día Cristina se peleó con Néstor en una de las escenas más violentas que presencié en toda mi vida. Ese fue el primer día que Cristina Fernández me mintió.

Yo estaba sentada en el living, mirando la televisión, hasta que de golpe empecé a escuchar gritos que provenían de la habitación y ruidos de objetos que caían, como si los estuviesen tirando al piso o estrellándolos contra las paredes. Eran ellos dos, que se tiraban cosas —adornos, platos, muebles— y se insultaban sin percatarse de mi presencia en la habitación de al lado. En un momento Cristina salió del cuarto y pasó por el living donde yo permanecía estupefacta frente al televisor. Recuerdo algo que recién ahora puedo describir con conciencia (…). Cristina se dirigía al quincho. Él la siguió. Ambos gritaban, se insultaban y seguían tirándose cosas a su paso. En ese momento, sentí por primera vez cómo late el corazón cuando una persona siente miedo. Máximo lloraba. Cuando nos vieron ahí, ella se dio cuenta de que yo estaba incómoda. Interrumpió la discusión, volvió a la habitación, se cambió de ropa y vino con mi tapadito azul. Iba maquillada «como una puerta», como cada vez que salía a la calle según ella admitió luego, y se había puesto sus muchos anillos en los dedos. En ese tiempo, Cristina usaba un flequillo acomodado minuciosamente y la melena batida. No parecía una mujer que salía de su casa en una situación de urgencia.

Agarró el Renault 12 que tenían en ese momento, nos subió y manejó durante unos diez minutos hasta que llegamos a Tito, una heladería emblemática en el centro de Río Gallegos, sobre la calle Zapiola, que yo adoraba y donde siempre pedía mi gusto favorito: cereza a la panna. Era evidente que ella estaba incómoda y su solución fue intentar chantajearme, darme algo que me gustara para que hiciera de cuenta que nada se había salido de la normalidad. Quería convencerme a toda costa de que no había pasado nada, de que aquella pelea que yo había visto, que había hecho latir mi corazón tan fuerte, no había existido. Me mentía pero no funcionó hasta que, para calmarme, cambió de tema y empezó a hablarme de cómo estaba vestida una muñeca que yo había llevado ese día a su casa. Me la había comprado mi papá en Tierra del Fuego—la «isla», como le decimos los santacruceños—, porque ahí, cruzando el estrecho de Magallanes, se conseguía lo que en el resto del país era imposible: productos importados.

Yo le seguí la corriente, supongo que por temor o incomodidad, y actué como si no hubiese visto lo que había sucedido. Quería salir de ahí, que todo terminara. Bertrand Russell decía que no hay excusas para decepcionar a un chico y que cuando un niño descubre que sus mayores le han mentido, simplemente les pierden la confianza. Para ella no había pasado nada. Para mí tampoco, simulé, pero yo sabía que no era cierto. Quiso hacerme creer que no pasó lo que pasó: relato. Pero yo vi lo que vi: la realidad. Y ella no podía borrarla con palabras ni con mi helado favorito.

Apenas llegué a mi casa me largué a llorar desconsoladamente y le conté todo a mi mamá, Ema, que, a diferencia de mi papá, en todos los años de relación familiar con los Kirchner nunca había tenido un trato íntimo, a pesar de que los dos matrimonios mantuvieron una relación social que duró muchos años. Yo no estaba acostumbrada a situaciones de violencia. Nunca. Y por eso, asustada, le dije a mi mamá que no quería ir más a la casa de Néstor y Cristina. Así fue. No volví a pisar ese living. Nunca más.

La primera fortuna: Néstor testaferro de los militares

La pelea que yo presencié en casa de los Kirchner ocurrió cuando Néstor todavía no era intendente de Río Gallegos, el primer cargo público al que accedió en 1987. En aquel momento todavía atravesaban los primeros años del estudio de abogados que habían abierto juntos en la calle 25 de Mayo 166, y que con el pasar de los años fue la piedra basal de esa coartada inverosímil que inventaron para defender su fortuna: la de los «abogados exitosos».

El patrimonio de los Kirchner empezaba a crecer visiblemente y sin más explicación que el presunto virtuosismo de su estudio legal. Fue cuando empezaron a comprar muchas propiedades en Río Gallegos a un ritmo llamativo para un matrimonio de abogados comunes y corrientes, con un pasado modesto, en una ciudad sin estridencias. Era una situación notoriamente diferente de la que atravesaban apenas unos años antes, cuando Néstor volvió a Santa Cruz con Cristina: en esos años venían a comer a mi casa con frecuencia y era evidente que no tenían una situación económica holgada.

Mi papá comenzó como viajante de comercio, luego puso su primer local y se convirtió en un empresario «de la calle Roca», como les decían en Río Gallegos a los comerciantes prósperos. Era brillante, muy creativo y muy innovador, pero era un desastre administrando y le encantaba la política. Esa pasión lo unía con Néstor. Mi mamá era maestra y una mujer culta a pesar de que venía de una familia con una situación económica precaria, que llegó a Río Gallegos desde Mendoza con muy poco cuando ella tenía doce años. Su mamá era adicta a la lectura y nos transmitió a todos su pasión por los libros y el respeto por la palabra justa. Por eso mi mamá decía que Cristina era desmesurada al expresarse, pero en honor a la relación que mi papá tenía con Néstor, mantenía un trato cordial. A fines de los años setenta, los Kirchner todavía circulaban por la ciudad en un Renault 12. Pero en muy poco tiempo empezaron a modificar aquellas condiciones de vida discretas.

A principios de los años ochenta, comenzaron a amasar una fortuna en calidad de «abogados exitosos» que embargaban, remataban y se aprovechaban de los habitantes endeudados de Río Gallegos. Cuando Kirchner fue elegido intendente de la ciudad en 1987, los encuentros entre Néstor y mi papá se espaciaron, pero durante varios años mis padres siguieron encontrándose con él y Cristina en celebraciones familiares y reuniones sociales. Las fiestas en los clubes eran típicas en Río Gallegos. Los bailes en el Boxing Club, adonde concurrían también los militares, eran una cita obligada. Ahí los Kirchner solían compartir mesa con mis padres hasta que se produjo un episodio que para mi mamá marcó el fin de la relación entre ambos matrimonios: fue en una fiesta del Boxing, cuando Cristina salió a bailar con un militar muy buen mozo, del más alto rango del regimiento de Río Gallegos, y Néstor se volvió loco. Sin reparar en los cientos de miradas que se posaban sobre ellos, la tomó del brazo, la sacó por la fuerza del salón del primer piso y la arrastró por la escalera hacia la planta baja a los gritos. Fue un escándalo, con insultos a la vista de media ciudad. Al igual que yo, esa noche mi mamá le dijo a mi papá que no quería compartir nunca más ningún evento social con los Kirchner . Mi papá fue el único de la familia que los siguió frecuentando: él todavía confiaba en Néstor y en su proyecto político. Lo admiraba, lo defendía, quería creerle. No quería ver quién era Néstor, y se mantuvo firme, convencido de las intenciones inocentes de su amigo. Lo hizo hasta que sufrió en carne propia sus embates.

 

Los primeros signos de la prosperidad inesperada de los Kirchner se vieron en la multiplicación de casas que fueron adquiriendo a un ritmo sostenido: entre 1977 y 1982 compraron veintiuna propiedades. Todos en Río Gallegos, que en aquellos años apenas superaba los cuarenta mil habitantes, lo sabían. Gran parte de ese período coincidió con la aplicación de la circular 1050 por parte del Banco Central de la República Argentina a partir de 1980, durante la gestión de José Alfredo Martínez de Hoz al frente del Ministerio de Economía. La 1050 resultó letal para miles de deudores en todo el país, porque con ella las tasas de interés de los créditos hipotecarios pasaron a ajustarse por los valores vigentes en el mercado. En un contexto de inestabilidad económica e inflación desatada, el resultado fue que miles de propietarios a lo largo y ancho de la Argentina ya no pudieron afrontar los vencimientos de sus hipotecas y se vieron forzados a malvender sus inmuebles a inversores oportunistas.

El estudio jurídico de Néstor y Cristina Kirchner —asociados hasta 1983 con Domingo «Chacho» Ortiz de Zárate, que era quien llevaba adelante el negocio— era exitoso de un modo perverso: se dedicaba a cobranzas y recupero de deuda para clientes relativamente chicos de Río Gallegos como Automotores de Dios, el comercio de electrodomésticos Vercom y Casa Sancho, que vendía artículos para el campo. Cuando un cliente dejaba de pagar la cuota mensual del crédito con el que había adquirido un bien en alguno de esos locales, los Kirchner incautaban esos productos casi de inmediato y se encargaban de rematarlos. Era parte de su trabajo, no era ilegal, y otros abogados galleguenses hicieron lo mismo, pero los demás no se ganaron el odio de la ciudad, porque no maltrataban a los deudores como lo hacían los Kirchner. En ese estudio, cuyo interior estaba completamente revestido en madera, vi por primera vez a Rudy Ulloa, que en aquel momento era muy jovencito y funcionaba como una especie de peón de Néstor y Cristina.

El estudio también trabajaba para los bancos Cabildo y Patagónico y para las financieras Finsud S. A. y Sic de Bahía Blanca. Ese mecanismo que aplicaban con sus clientes más chicos creció de forma exponencial de la mano de Finsud y la circular 1050. Mediante la asociación con Finsud, que había otorgado cientos de créditos para la compra de electrodomésticos, autos, casas y campos en la provincia, Néstor y Cristina se convirtieron en los únicos abogados habilitados para el cobro de deuda en Río Gallegos. Con el impulso de la 1050, los juicios se multiplicaron en la ciudad, y Finsud, gracias a la mano firme de los Kirchner, pasó a destacarse por la velocidad con que conseguía aprobar sus ejecuciones. Pero la verdad completa es que, a través de Finsud, Néstor Kirchner lavó plata de la dictadura. Su primera fortuna la amasó de esa forma, como un testaferro de los militares.

Pablo Sancho —padre de quien fue luego gobernador de Santa Cruz, hoy involucrado en la causa Los Sauces por asociación ilícita y lavado de activos a través de hotel de la familia Kirchner de ese nombre— era en ese momento intendente de la dictadura y, amigo íntimo del «Gordo» Luis Faltracco, «palo blanco» de los militares y dueño de Finsud, quien le presentó a Néstor. Así Kirchner llegó a ser abogado de la financiera. Faltracco le había comprado Finsud a la familia Argüelles, propietarios junto con «Banana» Lafuente y además dueña de la concesionaria Fiat en Río Gallegos. Víctor Alejandro Manzanares, contador del matrimonio presidencial, hoy preso, acusado de desviar la plata de los alquileres de la familia Kirchner, también fue digno heredero de su padre Victoriano, otro contador que conoció a Kirchner en los años setenta cuando fue cliente del estudio jurídico en un proceso que se le inició por irregularidades de Finsud. Victoriano tenía la concesionaria Roda Sur de Dodge y Mitsubishi en sociedad con Ángel De Dios. Entre todos ellos inventaron las «preprendas»: Finsud otorgaba plata para comprar autos con el solo hecho de asegurar que se había realizado una venta, pero muchas prendas no se inscribían nunca. Quien sacaba la prenda pagaba en la concesionaria aunque no hubiese inscripciones pero la concesionaria no pagaba en Finsud y así se generaba una cadena. También se hacían «pre-prendas» con freezers y electrodomésticos.

En aquellos años, la vida social de Río Gallegos era muy activa, pero transcurría principalmente puertas adentro. Eso facilitaba que las mujeres que se reunían en casas ajenas supieran cómo eran y qué había en los hogares de las otras familias. Era, al fin, un círculo social muy reducido y Cristina lo conocía bien. Además, como abogada de Finsud, tenía un fichero con el detalle de todas las personas con deudas financieras, hipotecarias y prendarias, y por lo tanto sabía de quién era cada propiedad y qué objetos valiosos o de interés había dentro de cada una. Era, por eso, la encargada de ir a las casas de los deudores morosos —sus vecinos, o los hijos o padres de sus vecinos— y señalar los bienes a embargar. Heladeras, pianos, muebles, sillones. Néstor desarrolló poco después un sistema propio de seguimiento de lo que hacían y poseían sus vecinos, germen de lo que después fue una red de espionaje ilegal en la provincia y, más tarde, en la Nación.

La capital de Santa Cruz era todavía una ciudad chica y activa, pujante pero familiar. Todos nos conocíamos muy bien. Todos sabíamos lo que pasaba en la casa de los demás. Y todos en Río Gallegos recordamos la situación que vivió en esa época Henry «Pilo» Assef siendo chico —tendría mi edad o algunos años más—, cuando vio cómo la Justicia se llevaba de su casa el televisor que su padre había comprado tres meses atrás en una antigua casa de electrodomésticos de la ciudad. En la puerta, con la demanda en la mano, estaba Néstor. Era una actitud usurera y sin escrúpulos, similar a la que antes empleaba su abuelo, de quien tristemente recordamos en Río Gallegos cuando entró a un velorio a cobrarle una rifa a la viuda.

Rudy Ulloa, el otro yo

 

Rudy siempre fue ferozmente leal a Néstor, igual que Lázaro. Ambos encarnaron una forma de construcción de poder de Néstor basada en la subordinación y el sometimiento del otro: eran personas sin demasiados recursos y, con Néstor de por medio, pasaron a ser superempresarios millonarios y a deberle su vida. Lázaro es quien es gracias a Néstor Kirchner, y nunca se va a arrepentir de eso. Y para Rudy, que había vendido diarios y provenía de una familia chilena muy humilde, Néstor era más que su propia vida. Cristina los toleró, con incontables crisis y escándalos de por medio, hasta que su marido murió.

Rudy había empezado a trabajar con Néstor como cadete en el estudio legal que tenían con Cristina. Había accedido a ese trabajo a través de su madre, que hacía tareas de limpieza en la oficina. En aquellos años, el estudio de los Kirchner mandaba cientos de cartas documento a domicilio —tarea clave para su crecimiento a costa de ejecutar deudas impagables de sus propios vecinos de Río Gallegos— y Rudy era el encargado de repartirlas. Lo hizo hasta que se dio cuenta de que era más efectivo pagarle una fracción de su pequeño sueldo a su primo para que lo hiciera en su lugar.

Poco a poco fue ganando espacio con otros quehaceres en el entorno familiar. Como Néstor no manejaba, Rudy se convirtió en su chofer: lo llevaba y lo traía a cualquier hora del día y de la noche, a donde fuese que tuviera que ir o de donde fuese que tuviera que volver. Después empezó a cumplir esa tarea para Máximo Kirchner. Rudy dio sus primeros pasos en la política en el barrio El Carmen, en la periferia de la capital santacruceña, donde se había criado. En 1982, al lado de la casa de su madre, Omnia Igor, fundó la Unidad Básica «Los muchachos peronistas», el primer local partidario que serviría de base para propulsar el proyecto político de Néstor. En ese mismo barrio fue ampliando el poder territorial y la base del kirchnerismo, que logró una importante influencia entre los inmigrantes chilenos. Más tarde, durante la primera gobernación de Néstor, Rudy fue designado director del centro comunitario de El Carmen y ahí ensayó la construcción de sus propios medios con una radio y la publicación de El Periódico Austral, del que se convirtió en director y que fue un puntal en la construcción del relato kirchnerista en la provincia.

Con la ayuda de Rudy, para ese entonces un «todoterreno», Néstor logró recalar entre los votantes tradicionalmente radicales de las barriadas El Carmen, Evita, San Martín, El Puerto y Náutico. Esta influencia fue clave para su llegada a la intendencia, y Néstor lo sabía. Con el arribo al municipio demostraría además su dotes para «disuadir» el conflicto a través de la fuerza, como lo demostró en la toma del corralón municipal durante la huelga de los municipales, el primer conflicto gremial que debió afrontar Néstor.

Cristina Kirchner, en cambio, no lo quería para nada a Rudy. Le decía «chilote», una expresión que se utiliza de forma discriminadora para referirse a una persona de nacionalidad chilena y que entonces resultaba doblemente ofensiva para Néstor porque su madre también había nacido en Chile. Cristina lo despreciaba porque sabía el papel que Rudy jugaba en la vida privada y en las jugadas políticas de Néstor: Rudy era el que le llevaba mujeres, con el que fumaba y tomaba whisky hasta caerse, el que sabía todo. Rudy lo apañaba, lo cubría, lo protegía. Y lo salvaba de situaciones íntimas incómodas, como cuando Cristina no le abría la puerta de la casa de noche porque se habían peleado, y él lo llevaba a dormir a otro lado. Pasaban toda la noche fumando y tomando, y al día siguiente estaban en la oficina a las ocho de la mañana chequeando quién había llegado y quién no.

Rudy fue quien inventó los apodos «Lupín», en referencia a la revista de historietas de los años setenta, y «el Tuerto», una clara alusión a sus rasgos físicos, para referirse a Néstor, y era la única persona que podía putearlo directamente, en la cara, sin temor y sin represalias. Fue Rudy, también, quien bautizó a Cristina como «la Bruja», un sobrenombre que alternaba con el no menos contundente de «la Loca». Rudy era leal y obediente, de total confianza de Néstor, que lo usó para labores tan diferentes como cuidar a su hijo Máximo o imponer la candidatura de Cristina a diputada nacional en 1988, a pesar de que ella no quería saber nada. Entre ambos la forzaron a hacerlo en un acto político que tomó por sorpresa a todos, incluida ella: por orden de Néstor, Rudy empapeló la entrada con pasacalles que decían «Cristina diputada». Ella se enloqueció cuando llegó y vio los carteles. No quiso subir al escenario, se armó un escándalo que terminó, como era habitual, con ambos insultándose. Ese mismo año, Néstor y Cristina se separaron cuando ella se enteró de la relación que él mantenía con una amante que Rudy llevaba a la casa de la calle La Manchuria y a la que pasaba a buscar a las siete de la mañana. Tuvieron muchas crisis conocidas por todos en Río Gallegos. Se maltrataban puertas adentro y puertas afuera de la casa, pero siguieron unidos por su amor al poder. Y Rudy siempre estuvo ahí, conociendo todos sus movimientos.

 

Iba a todos lados con la familia Kirchner. Ella no lo quería, pero aceptaba que los acompañase a donde fuese: viajaba con ellos de vacaciones a Miami, se encargaba de revelar las fotos familiares, era el único del entorno que tenía acceso irrestricto a la casa, ejecutaba las órdenes de Néstor y supervisaba a los demás. Rudy movilizaba militantes, armaba escraches, hacía operaciones en las sombras. Era los ojos de Néstor. La persona de mayor confianza. Su principal informante, su mejor aliado. Y fue el primero que tuvo un millón de dólares. Todos sabíamos que muchos de los viajes que Rudy hacía a Punta Arenas eran para sacar dólares de la Argentina y depositarlos en Chile. Ricardo Echegaray, artífice de gran parte de los arreglos legales de los Kirchner en la provincia, estaba a cargo de la aduana de Río Gallegos y eso le facilitaba a Rudy tener acceso libre en la frontera. Pasaba lo que quería por ahí; ni siquiera le pedían documentos. Hasta Marcos Müller, el marido de Luciana Báez, la hija de Lázaro, pasaba camiones repletos de mercadería sin que los abrieran. El arreglo no terminaba ahí: los camiones de carga tenían que pagar un canon cada vez que pasaban por la provincia, y ese negocio quedó en manos de Rudy y del «Bochi» Sanfelice. Era una fortuna cómoda, que les fluía sin que hicieran el menor esfuerzo.

El cambio visible de Rudy empezó recién en 2003, después de que Néstor y Cristina se mudaron a la Casa Rosada. Hasta ese año manejaba un Corsa verde que era propiedad del Ministerio de Asuntos Sociales, a cargo de Alicia Kirchner. Pero con el traslado de los Kirchner a Buenos Aires, empezó a hacerse visible en las calles de Río Gallegos su crecimiento patrimonial y sus ganas de hacer ostentación. Con Néstor en la presidencia, apenas asumió como director general de Aduanas en julio de 2004 Echegaray le consiguió «gratis» una imprenta a Rudy Ulloa con la cual El Periódico alcanzó una tirada para llegar a todos los rincones de la provincia de Santa Cruz, como rezaba la frase impresa en la portada: «No es el más vendido, es el más leído». A esa altura ya había comprado diez camionetas Partner, a las que ploteó con el eslogan de El Periódico Austral y de Radio 104.9 Del Carmen. Con ellas repartía los diarios gratuitos por toda la provincia. El proyecto mediático de Rudy, siempre al servicio de extender la influencia de Néstor, aunque también le redituara importante sumas, no terminó ahí: adquirió la productora de Canal 2 de Claudio «el Mono» Minnicelli —cuñado de Julio De Vido, hoy preso en la causa de la mafia de los contenedores— desde donde emitían el noticiero El ojo del amo, con dos periodistas ultrakirchneristas, Miguel Carmona y Eugenio Millán; compró la productora de Canal 10, instaló una radio FM en Caleta Olivia y otra en El Calafate, donde también se quedó con el control de Canal 5 Comunitario y recientemente logró apropiarse del Canal 2 de Río Gallegos .

El Rudy Ulloa que no tenía absolutamente nada en sus inicios hoy es un  multimillonario en una provincia quebrada y no sabe cómo gastar la plata que acumuló en los años que pasó junto a su mentor, el hombre al que le debe todo. Empezando por su silencio.

Los hijos del poder

Néstor y Cristina Kirchner siempre mantuvieron a sus hijos al margen de la política mientras gobernaron Santa Cruz. No los llevaban con ellos a los actos, no se los veía en público, no tenían ningún tipo de participación en las campañas.

Máximo estudió en el colegio con mi hermana Cecilia. Ella lo quería mucho. Decía que era un chico bueno, muy vulnerable, bastante inteligente, pero con dificultades con el estudio y muchos problemas de disciplina. Desde muy chico se escapaba de la escuela o de su casa y se refugiaba en lo de mi tía, que vivía al lado. De todos modos, pudo hacerse un grupo de amigos en el secundario que terminaron ocupando cargos clave en la administración nacional y en organismos públicos de Santa Cruz. Florencia, en cambio, tuvo que cambiarse del Poplars School, un colegio bilingüe y exigente, porque tenía problemas de inserción y de relación con sus compañeras. Era una chica con pocas amigas, con las que sostenía una relación tirante. Era parecida a Cristina, con quien tenía una mala relación. Con Néstor era diferente. Por él sentía amor incondicional.

La casa de los Kirchner no era muy concurrida; tampoco había un vínculo familiar fuerte. De hecho, ninguno de los hijos fue criado por Néstor y Cristina, sino por la abuela María, la mamá de Néstor, y por dos personas ajenas a la familia: Milena García, la primera esposa de Daniel Muñoz, secretario privado de Néstor, que manejaba la educación de Florencia, iba a las reuniones del colegio y la acompañaba con las tareas, y Rudy Ulloa, que se encargaba de Máximo y, como podía, trataba de contenerlo. Máximo no era entonces un muchacho prepotente, ni era conocido fuera del entorno santacruceño. De algún modo, era muy «galleguense», porque encontraba satisfacción en juntarse con sus amigos, ir a tomar algo a la confitería del Hotel Santa Cruz y no mucho más. Por eso fue el que más sufrió, casi padeció la vida política de sus padres, en especial cuando ellos se mudaron a Buenos Aires en 2003 y él se quedó en Río Gallegos, cobrando alquileres en la inmobiliaria. Su vida era muy simple: iba de la inmobiliaria a la casa y de la casa a la inmobiliaria. Rudy decía que Máximo no hacía nada más que mirar la televisión y leer historias y anécdotas sobre Racing, el club del que es fanático. Pero la muerte de Néstor en 2010 cambió todo.

 

Fue en ese momento cuando Cristina Kirchner comenzó a involucrar a sus hijos en la vida pública. Empezó a hacer política con ellos y Máximo adquirió rasgos que hasta entonces solo pertenecían a sus padres. El día que trasladaron los restos de Néstor Kirchner de El Calafate al mausoleo en Río Gallegos, un fotógrafo quiso sacar una foto por encima del cerco y, a pedido de Máximo, sus custodios le sacaron la cámara y le pegaron. A la mañana siguiente, pidió en Migraciones el listado de las personas que se habían ido a Punta Arenas ese día y las llamó, una por una, para recriminarles por no haber estado presentes en el entierro de su papá. Así empezó a hacerse cargo de esas gestiones personales, políticas y familiares en partes iguales, que cada vez con más frecuencia e intensidad empezaron a derivar en amenazas cuando alguien se atrevía a desafiar sus órdenes.

Pero la muerte de Néstor no solo alteró la estructura de la familia Kirchner. También dejó al descubierto cómo se había ejercido el poder durante veinte años en la provincia de Santa Cruz: de una forma totalitaria, abrasiva, corrupta y discrecional. Su muerte expuso todas las miserias que durante tantos años el matrimonio Kirchner había intentado ocultarle al resto de los argentinos a pesar de que las habían trasladado, casi calcadas, a la Nación.

Yo estaba en Río Gallegos cuando Néstor murió y fui una de las primeras personas que se enteró de lo que había pasado. Ese día, mi cuñado me llamó a las siete de la mañana para decirme que Néstor había muerto de un infarto masivo. Él se había enterado a través de Sergio Gotti, a quien se lo contó Lázaro Báez, de quien se convirtió en socio después de haber traicionado a su familia. Según el diagnóstico del médico de Néstor, Luis Buonomo, que en ese momento estaba distanciado de su paciente porque se había cansado de que no escuchara sus recomendaciones, ya sufría un cuadro «panvascular severo», tenía la carótida complicada y sus arterias estaban al borde del colapso. Néstor Kirchner también había tenido una hemorragia interna a causa de una úlcera perforada, agravada por una medicación para un dolor de muelas, y cuando lo internaron no se dejó poner la sonda nasogástrica. Buonomo le había dicho que su vida a partir de ese momento tenía que ser «en bata y pantuflas». Por supuesto, Néstor no le hizo caso y en octubre de 2010 participó de un acto en el Boxing Club de Río Gallegos en el que se lo vio mal. Buonomo no sabía qué más hacer. Estaba desesperado. Fue el último discurso de Néstor Kirchner. Dieciocho días más tarde había fallecido.

Encontraron el cuerpo varias horas después de que murió. En la casa de El Calafate solo había un médico presidencial. Le hicieron tácticas de reanimación, pero estas no sirvieron de nada porque ya era demasiado tarde. Cristina estaba histérica. Le gritaba al cadáver: «¡Hijo de puta, me dejás sola con este quilombo! ¡Despierten a este hijo de puta!». No permitía que lo subieran a la ambulancia ni quería que le hicieran una autopsia, un procedimiento de rutina en esos casos. Al final lograron subirlo y lo llevaron al hospital. El informe médico de Presidencia dijo que Néstor Kirchner murió a las 9.15 de la mañana, pero la verdad es que había muerto varias horas antes.

Cuando volvieron a llevar el cuerpo a la casa, Cristina lo vistió con su ropa preferida y pidió que lo acostaran en la cama, con la cabeza sobre la almohada como si estuviese durmiendo. El cuerpo estaba hinchado por todas las sustancias que le habían inyectado y después de tantas horas tenía rigor mortis.Cristina mandó a pedir un cajón a la casa funeraria de los Hilero. Era el primer cajón de todos los que entraron ese día a la casa. El cuerpo de Néstor no cabía. Le dijeron que en la cochería Rams tenían un cajón más grande. Salió entonces desde Río Gallegos el segundo cajón hacia El Calafate. Néstor tampoco entraba en ese cajón. Entonces llegó Buonomo y pidió que todos salieran de la habitación. Tomó el cuerpo de Néstor Kirchner del cinturón y lo quebró. Entonces sí, finalmente, se pudo cumplir la orden de cerrar el cajón del ex presidente de la Nación, que nunca más volvió a abrirse.