Opinión

AnálisisUna decisión premeditada y con derivaciones imprevisibles

Por Sergio Berensztein

La política no es solo poder y recursos: también se entremezclan ideas, proyectos, esperanzas, aspiraciones. Los actores políticos tienen intereses materiales y simbólicos complejos y contradictorios que se expresan y entran en conflicto en la arena pública. Cuanto más moderna y diversa es una sociedad, más intrincado y variado es el magma de reclamos, pasiones y necesidades que tienen sus ciudadanos, tanto en el plano individual como en el colectivo. Se supone que la democracia constitucional ofrece, a diferencia de los regímenes autoritarios, un conjunto de reglas del juego idóneo para resolver estas disputas de forma pacífica, previsible y sobre la base de un proceso deliberativo que permita que todas las opiniones queden reflejadas y se enriquezcan las respuestas que el sistema político va definiendo en función de las demandas de la ciudadanía. No son dispositivos fáciles ni demasiado ordenados, pero en la medida en que se cumplan esos procedimientos, habilitan la resolución, aunque sea parcial, de los principales problemas de una sociedad.

La democracia está llena de dificultades (viejas y nuevas) y siempre es mucho más endeble, indolente y trabajosa de lo que sería deseable

La democracia está llena de dificultades (viejas y nuevas) y siempre es mucho más endeble, indolente y trabajosa de lo que sería deseable. En especial, cuando los aparatos estatales son ineficaces, corruptos e incapaces de brindar los bienes públicos esenciales (seguridad, justicia, educación, salud, infraestructura física y cuidado del medio ambiente) que requieren los ciudadanos para desarrollar sus proyectos de vida. Más aún, a menudo la incapacidad del Estado constituye una oportunidad para hacer política: controlar o asignar recursos de forma poco idónea y transparente es una vía para establecer mecanismos que permitan capturar rentas que beneficien a sectores específicos y a los líderes que los generan. La obra pública y, en general, las compras del Estado (a nivel nacional, provincial y municipal) son ejemplos típicos y lamentables. Las tomas de tierras, también.

Uno de los principales desafíos de un sistema democrático es que los principales actores se comprometan a respetar esas reglas del juego, fundamentalmente cuando está implicada la afectación de recursos económicos. Una de las virtudes de las instituciones es acotar los márgenes de imprevisibilidad. Si existe una norma, pero también hay un procedimiento establecido para modificarla, eso podría motivar el desarrollo de comportamientos a partir del supuesto de que las chances de incumplir o cambiarla son relativamente bajas. En el mismo sentido, es esencial la confianza interpersonal entre los principales dirigentes. Sin ese capital social mínimo es imposible garantizar un piso razonable de gobernabilidad.

Con su intempestiva decisión de quitarle a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un porcentaje enorme de los recursos coparticipables que recibe, Fernández desgarró esa doble dimensión de la política democrática. Por un lado, el Presidente carece de facultades para modificar el régimen de coparticipación mediante un decreto de necesidad y urgencia, ya que debe hacerlo el Congreso. Por el otro, y mucho peor, estropeó la relación con su «amigo» Rodríguez Larreta clavándole un puñal por la espalda. Lo primero es grave, pero será eventualmente resuelto por la Justicia, que tiene la oportunidad de ponerle un límite definitivo al hiperpresidencialismo con un fallo ejemplar que preserve el federalismo fiscal de la voracidad depredadora de los diletantes de turno. Lo segundo es mucho más difícil de reparar. Un mensaje de texto o un llamado minutos antes de un anuncio de semejante envergadura de ninguna manera constituyen un método adecuado para comunicar un tema tan crítico entre dos de los principales dirigentes del país. Desde marzo que no hablaban de este asunto y nunca habían llegado a un acuerdo. El Presidente afirma ser una persona de diálogo. Esto implica escuchar al otro y tener en cuenta sus argumentos. Quedó más que claro que a Alberto Fernández no le importa alcanzar consensos. No sorprende, por lo tanto, que haya sepultado su promesa de crear el Consejo Económico y Social: prefiere la discrecionalidad, el «vamos viendo», la ambigüedad y la improvisación.

El Gobierno ya tenía tomada desde hacía tiempo la determinación de desfinanciar a la ciudad de Buenos Aires: la crisis de la policía bonaerense fue solo una simple excusa. Desde que Cristina decidió construir el CCK para que compita con (y en lo posible acote) el esplendor del remozado Teatro Colón, su obsesión con los recursos y la proyección política que les permitía a los líderes opositores la capital de la república se tornó irrefrenable. No solo De la Rúa y Macri apalancaron sus carreras políticas en este distrito. Chacho Álvarez ya la había utilizado (junto con su instalación mediática, que ella intentó emular) para convertirse a comienzos de los 90 en un líder de relevancia nacional. En ese sentido, Rodríguez Larreta no está solo: lo acompañan Carrió, Vidal, Bullrich, Lousteau, Diego Santilli, Cristian Ritondo y un etcétera más que amplio. El populismo sabe que la ciudad constituye un semillero fructífero para impulsar figuras que limitan y amenazan su hegemonía. Para colmo, el notable contraste entre el siempre sereno y empático Fernán Quirós con el inefable dúo Gollán-Kreplak exime de mayores comentarios.

De las crisis más agudas surgen situaciones inesperadas. Rodríguez Larreta puede aprovechar esta compleja coyuntura para definir los contornos y la densidad de su liderazgo. Hasta ahora fue un gestor muy eficaz, demostró capacidad de reinvención y se adaptó a los contextos más diversos. Para liderar es necesario sobrevivir (esa darwiniana condición de todo entorno altamente competitivo), pero de ningún modo resulta suficiente. El conjunto del sistema político, incluyendo una buena parte del peronismo que sigue incómodo y preocupado por el rumbo del devenir nacional, lo observa ansioso en este momento. Si usufructúa con inteligencia esta crisis, al Frente de Todos le puede surgir un problema mucho más grave y permanente que el motín de la bonaerense: el jefe de gobierno de Buenos Aires tiene fructíferos vínculos con un segmento fundamental del peronismo moderado. Si continúa la radicalización ideológica del Frente de Todos, el eventual realineamiento de ese segmento puede significar no solo un porcentaje vital para ganar una elección presidencial, sino (tanto o más importante aún) el apoyo necesario para poder implementar indispensables cambios estructurales que el país se niega por ahora a debatir. Esto incluye, paradójicamente, la cuestión de la coparticipación federal, que hace cinco lustros debía haber sido resuelta.

A propósito: «La seguridad de los vecinos está garantizada», declaró el miércoles un oficial de apellido Díaz, que participaba del piquete policial en La Matanza. Se trata de una afirmación tan ambigua como desconcertante. ¿Acaso se puede protestar y proteger a la ciudadanía? ¿Es tan ineficaz el servicio de seguridad que se presta normalmente en la provincia de Buenos Aires que el hecho de que buena parte de la fuerza esté involucrada en una protesta no hace la diferencia? Mucho peor sería argumentar que la inseguridad disminuye en la medida en que la policía está ausente, pues significaría que es una parte crucial del problema que al menos en teoría debería resolver.

Más allá de estas especulaciones, y aunque no haya sido el objetivo, uno de los efectos colaterales de las duras y desafiantes protestas protagonizadas por la policía bonaerense consiste en que se ha corrido el foco de análisis del caso de Facundo Astudillo Castro, que merece una investigación seria y profunda y a cuya madre, Cristina, como ocurre desde hace décadas con el resto de la ciudadanía, la política le metió el perro.

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