Opinión

AnálisisUn país fuera de eje y en estado de decadencia

Bernardo Saravia Frías

El impuesto «solidario» y «por única vez» a los grandes patrimonios que impulsa el gobierno nacional es la evidencia de un país fuera de eje. Desnuda una crisis profunda, un estado de decadencia que excede las penurias del coronavirus y tiene un doble fundamento: poder y valores.

El poder es uno, aunque las funciones sean tres (ejecutivo, legislativo y judicial). Su equilibrio es esencial para el funcionamiento del sistema. Desde el inicio de la «cuarentena», el Ejecutivo ha ampliado su esfera de acción a costa de los otros dos poderes, invadiendo competencias de un Congreso adocenado y una Justicia adormecida

El poder es uno, aunque las funciones sean tres (ejecutivo, legislativo y judicial). Su equilibrio es esencial para el funcionamiento del sistema. Desde el inicio de la «cuarentena», el Ejecutivo ha ampliado su esfera de acción a costa de los otros dos poderes, invadiendo competencias de un Congreso adocenado y una Justicia adormecida. Ahí el primer problema: un poder exorbitado y otros dos inanes, que casi no equilibran ni controlan.

Nuestro sistema se apoya en valores. Son los pilares de nuestra organización social. Es el caso de la propiedad, a secas, despojada de calificativos y apóstrofes. Se trata de la coronación del esfuerzo, llegar a ser dueño de algo, que desde lo individual irradia a toda la sociedad. Ese concepto tan básico es el que se está poniendo en cuestión. Ahí el segundo problema: la socialización de la propiedad se disfraza con impuestos.

En esa encrucijada, de un poder desequilibrado y de valores que se subvierten, el impuesto que se propone es una exacción lisa y llana, ilegal y errada.

Desde el grito no taxation without representation, que dio origen al Parlamento inglés y limitó a su monarca, los tributos exigen legalidad; es decir, una causa y un destino, sujeto al escrutinio del contribuyente. El impuesto propuesto por el Gobierno no cumple ni con uno ni con otro. La causa es de por sí discriminatoria, además de duplicar una carga fiscal ya existente; el fin es confuso: desde barbijos hasta proyectos energéticos imposibles de justificar en la emergencia, lo que desde luego hace dudar de su «única vez» (como muchos tributos en la Argentina). Es por eso que se trata de un impuesto ilegítimo: su razón es inconstitucional y su fin es la arbitrariedad.

Políticamente, el propósito pareciera ser la sanción, una suerte de castigo al propietario, con agravantes para quien tiene bienes en el exterior, inmuebles o participaciones accionarias. Es de tal calibre el prejuicio ideológico subyacente que es de las primeras veces en la historia del país que se ve una fuga de empresarios. La diáspora se multiplica: además de los capitales se van sus titulares (en estampida, a Uruguay). Allí el error mayúsculo de concepción: se expulsa y no se atrae. En el fondo, hay desprecio a otro valor vinculado con la propiedad que es la seguridad jurídica, aquello que para algunos es una entelequia y para otros un bien tan preciado porque es la base para vislumbrar el porvenir. El riesgo político tapiza la economía, con mensajes a contramarcha de lo que con urgencia se necesita: el impuesto sencillamente cancela el sustrato esencial del ciclo económico y de ese modo el futuro.

Por más que se pretendan disimular desde la retórica de la «solidaridad», las «ideas locas» tienen límites. Así lo indica la historia, lapidaria, ante cada exceso injustificado del poder por vía de impuestos. Restará escuchar la voz de la Justicia. Como decía un gran jurista argentino (Bielsa), con fuerza de Perogrullo: «Si en un país la justicia anda bien, aunque todo ande mal, todo puede llegar a andar bien. Pero si la justicia anda mal, todo terminará andando mal». Hacia allí va la esperanza ante un sistema institucional en máxima tensión, que va decantando en una democracia de baja intensidad.

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