Salud

Un mes sin carne, alcohol, drogas, gluten, lácteos, azúcar ni orgasmos

Abandoné todos los vicios durante un mes con el objetivo de ser mejor persona. No se lo recomiendo a nadie.

El montañero George Mallory dijo una vez que el ser humano siente la necesidad de escalar un pico como el Everest simplemente «porque está ahí». Por desgracia para nosotros, Mallory y sus compatriotas de finales de siglo superaron todos los desafíos naturales, por lo que las generaciones posteriores nos hemos visto obligadas a inventar nuestros propios retos para poner a prueba el espíritu humano, según informo Infobae.

Una de las hazañas de resistencia de la era moderna que con más frecuencia aparecen en las noticias es la dieta depurativa de los 30 días, que consiste en privarse de un vicio durante un mes y observar cómo el cambio influye en el peso, la energía y el estado de ánimo de quien se somete a ella.

Decidí poner a prueba mi temple practicando la famosa dieta de la abstención, pero no bastaría con quitarme uno o dos malos hábitos. Si ese iba a ser mi Everest, tenía que pasar un mes absteniéndome de todos mis vicios: carne, lácteos, gluten, azúcares añadidos, cafeína, alcohol, drogas, sexo y masturbación. La ascensión sería dura, pero también un reto que estaba deseando asumir.

Antes de embarcarme en esta aventura, consulté con dos nutricionistas para conocer los posibles riesgos a los que me exponía cortando de cuajo con todo. Luisa Sabogal es dietista y trabaja para la aseguradora Kaiser Permanente. Me dijo que no me pasaría nada siempre y cuando consumiera la suficiente cantidad de legumbres ricas en proteínas, tomara un suplemento multivitamínico diario y recordara incluir variedad de colores en mis comidas. También remarcó la importancia de hidratarse, pero sin complicaciones. «Soy muy fan del agua mineral», añadió Sabogal. «Con eso ya tienes exactamente lo que necesitas. No hace falta ningún aporte extra de alcalinos, electrolitos ni nada por el estilo». La nutricionista independiente LeeAnn Weintraub corroboró lo dicho por Sabogal.

La noche antes de dar el pistoletazo de salida a mi nuevo estilo de vida, hice la compra, disfruté de una última cena contemplativa en un restaurante de carnes a la brasa y tuve una relación de despedida con mi novia, como si marchara a combatir contra los hunos al amanecer del día siguiente.

 

Una última cena bastante razonable

Una última cena bastante razonable

Día 1: Comencé el día anotando mi peso (86,09 kilos) y tomando un frugal desayuno a base de fruta fresca.

Las molestias derivadas de mi nueva dieta no se hicieron esperar, y a mediodía mi cuerpo cogió una rabieta al no recibir su dosis habitual de café y bebidas energéticas. Me sentí como un bebé de grandes dimensiones por dejar que aquello me afectara hasta el punto de ponerme de mal humor y de sentirme agotado todo el día.

Me preparé un plato de quinoa con verdura para cenar y guardé las sobras para el día siguiente. Ese día saqué dos conclusiones: a) que los chicos hambrientos producen más rápidamente y b) que cocinar para uno es igual de peñazo que para más gente.

Día 2: El segundo día fue mejor que el primero, aunque la fatiga mental había dado paso a un estado de confusión que me impedía concentrarme. Me senté a escribir y pasé lo que se me antojaron horas con la mirada perdida en la pantalla, incapaz de vomitar una miserable idea en aquella hoja de Word en blanco. Ni siquiera tenía energía para mirar mi cuenta de Twitter o practicar alguna de mis varias modalidades de procrastinación.

Como dato complementario, debo decir que me sorprendió muchísimo ver lo rápido que cambió el aspecto de mis heces. No tengo ni idea de si las cacas con la consistencia del pesto son habituales entre los veganos que no toman gluten, pero estaré atento a este aspecto.

Día 3: El pan sin gluten ha hecho grandes progresos desde la última vez que lo comí. Para esta mañana, decidí tostar unas cuantas rebanadas y preparármelas con aguacate, abandonando cualquier resquicio de esperanza de convertirme en propietario de una vivienda.

Día 4: Parece que por fin conseguí deshacerme de la adicción a la cafeína. La mañana del cuarto día me levanté con inusitada energía y salté de la cama de inmediato, en lugar de enredarme en el juego mental de ver cuántas veces puedo posponer la alarma hasta el momento inevitable de tener que levantarme. Fui a hacer la compra por primera vez desde que empecé la dieta, pero en esa ocasión los cantos de sirena que me impulsan a comprar las porquerías habituales no sonaban con tanta fuerza en mi cabeza.

Día 5: ¿Los veganos tienen gases las veinticuatro horas todos los días o hay un momento en que esto para?

Día 6: Encontré un Adderall en la mochila, un básico de todo escritor que se precie. Lo miré con nostalgia, mientras pensaba que este mes tendría que encontrar formas alternativas de obtener ese empujoncito extra para entregar los proyectos a tiempo.

Un establecimiento de zumos y batidos, famoso por su excéntrico dueño, vendía un producto llamado Brain Dust, que se anunciaba como «una fórmula enriquecedora preparada alquímicamente para alinear al consumidor con el poderoso flujo cósmico» y facilitar la concentración. Compré un sobre para ayudarme a terminar el trabajo que se me había ido acumulando durante los pocos días en que sufrí el síndrome de abstinencia de cafeína.

Tras obtener el visto bueno de un amigo médico respecto al producto que acababa de comprar («pura palabrería, pero nada que te vaya a hacer daño»), cuya textura y sabor se asemejaban mucho a la experiencia de beberse un vaso de agua con tierra. Como no me quedó muy claro si realmente estaban produciendo algún efecto, decidí no seguir tomando los polvos mágicos el resto del mes.

Día 7: Empecé a ser víctima de mi libido. En mi vida anterior, muchas veces comenzaba el día con una masturbación matutina. El séptimo día me desperté con el pene muy erecto en la mano; al parecer, inadvertidamente me lo había agarrado mientras dormía.

Preocupado, decidí intensificar mis esfuerzos por minimizar cualquier oportunidad de tener erecciones. Para ello, me compré la esponja de ducha más áspera que encontré y me puse los calzoncillos más incómodos. Además, incrementé la vigilancia de mis manos, por si les volvía a dar por acercarse a mi miembro.

Día 9: Sabía que llegaría un momento en que tendría que tomarme un descanso de comidas caseras y salir a comer fuera. Por suerte, vivo en Los Ángeles, una de las ciudades más cómodas para seguir dietas absurdas como la mía. Ese día aprendí que el mercado de los alimentos veganos y sin gluten está a años luz de lo que creía inicialmente.

Hablando de comer fuera, decidí seguir el ejemplo de Steel Panther en «Eatin’ Ain’t Cheatin'» y me dije a mí mismo que hacer un cunnilingus no contravenía las normas de mi estricta dieta.

Día 10: Me preparé un guacamole de chuparse los dedos que acompañé con tortitas de maíz y que me hizo inmensamente feliz. No me había preparado emocionalmente para la idea de poder rescatar platos de mi antigua dieta sin romper ninguna norma. El guacamole me devolvió la esperanza.

Día 12: Parecía que la racha de energía y buenrollismo sano empezaba a caer en picado. Ese día tuve dos bajones después de comer y empecé a adoptar una actitud más pragmática hacia la comida, cuyo sabor ya no me aportaba ningún placer.

Día 14: La primera semana fue un infierno, pero la segunda se pasó volando. Supongo que a medida que me adaptaba a la nueva rutina y tenía que dedicar menos tiempo a apañar comidas adecuadas y a alejarme de la tentación, este experimento dejaría de ser el centro de mi vida y pasaría a un segundo plano.

Día 16: Decidí ponerme a prueba y salí a tomar algo con mis amigos, que disfrutaron de un soju mientras yo me bebía un agua con gas. Todos los presentes manifestaron su admiración/compasión por mi rectitud y contención, aunque a decir verdad, en ningún momento sentí la imperiosa necesidad de ponerme a beber alcohol con ellos. ¿Podemos hablar de éxito?

Día 21: Como cabía esperar, a esas alturas mi yo más transgresor empezó a aflorar. No es que hiciera trampas descaradamente, pero buscaba formas de doblegar las normas. ¿Este plato no lleva gluten pero no se lo puede considerar sin gluten por cómo se ha envasado o preparado? No pasa nada, no soy celíaco, trae aquí. ¿Que hay gente fumando hierba en algún sitio? Pues no pasa nada por ponerme al lado e inhalar un poco del humo que sueltan. Supongo que si en Israel hay toda una industria dedicada a tergiversar la palabra de Dios y encontrar formas de eludir el Sabbath, tampoco va a pasar nada porque me aproveche de algún que otro limbo de las normas de mi dieta.

Día 22: Pensaba que tenía el tema de la libido bajo control, pero cuando me levanté esa mañana, vi un pañuelo de papel sospechosamente acartonado junto a la cama. Una de dos: o tengo que cambiar la cerradura o esa noche me toqué en sueños. En cualquier caso, decidí no contar aquel episodio como una violación de la norma.

“Sentía que había perdido parte de mi creatividad, mis idiosincrasias y otros encantos. Este estilo de vida estaba consumiendo la chispa de mi personalidad como los antidepresivos que te convierten en una sombra de lo que eras”

Día 24: Los últimos días funcionaba casi con el piloto automático. Pensé que a medida que se acercara el día de terminar me sentiría más eufórico, pero lo cierto es que lo llevaba bastante bien.

Un par de personas conocedoras de mi afinidad por la marca Taco Bell me avisaron de que acababa de salir una especie de híbrido de tortilla de pollo y patata frita y me preguntaron si sería el primer manjar que probaría después de la dieta. En otras circunstancias, el mismo día en que hubieran sacado la tortilla estaría haciendo cola para probarla, pero ahora me daba un poco igual. Sin duda, este mes de abstención me estaba cambiando para mejor, pero no podía evitar sentir que también estaba perdiendo pedazos de mi personalidad en el proceso.

 

(iStock)

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Día 27: Me pasé por casa de un amigo y su novia, a los que no veía desde hacía tiempo. Ella se me quedó mirando de hito en hito y me dijo que había adelgazado mucho. Antes, la mayoría me decían que estaba «en forma», pero tras varios años de dismorfia corporal fruto de mi estilo de vida en Los Ángeles, el cumplido de mi amiga me subió la moral para el resto del día.

Día 29: En un rincón de la cocina tengo un cartón de leche de almendras que nunca me había atrevido a abrir. En fin.

Reflexionando sobre este mes, era innegable que me sentía mucho más ágil, tanto de cuerpo como de mente. Sin embargo, también sentía que había perdido parte de mi creatividad, mis idiosincrasias y otros encantos. Este estilo de vida estaba consumiendo la chispa de mi personalidad como los antidepresivos que te convierten en una sombra de lo que eras.

Día 30: Se acabó. Pensé que llegado este punto estaría como un estudiante el día antes de empezar las vacaciones de verano, pero no. Todo transcurría con normalidad. No me vi embargado por ningún ansia de romper ninguna norma excepto una: la del sexo. Me pregunto si Mallory también se sintió igual mientras atacaba la cima del Everest.

 

Antes y después

Antes y después

Epílogo: Siento curiosidad por saber cuánto tiempo más puedo prolongar este estilo de vida disciplinado ahora que ya no tengo obligación. Aunque no veo muy factible ceñirme al ciento por ciento a una dieta vegana, no me parece descabellado limitar la ingesta de carne y los atracones a los momentos en que esté en compañía. Se acabaron los festines en solitario. Lo mismo puedo hacer con la bebida y las drogas.

Mi apetito por los dulces también parece haber desaparecido, aunque imagino que cuando pase más tiempo, de vez en cuando me entrará un antojo.

En cuanto al gluten, lo he reintegrado en mi dieta porque eliminarlo es absurdo, e incluso perjudicial, si no eres alérgico.

Muchas veces trabajo desde alguna cafetería, por lo que el café suele ser tanto el pretexto para quedarme un buen rato chupando Wi-Fi como el excitante que me ayuda a pasar el día, así que no creo que eso vaya a cambiar, aunque sí me gustaría reducir a dos los cafés que me tomo al día. También reconozco que durante una temporada era adicto al Rockstar, pero no me gustaría que se repitiera.

Obviamente, una proeza semejante no podía dejarse pasar sin una buena celebración. Además, qué mejor forma de saber si realmente echabas de menos algo como atiborrarte de ello nuevamente.

Volví a pesarme y descubrí que había perdido 6,8 kilos. No estaba nada mal. Creo que no pesaba eso desde mi época en la universidad.

En mi primera noche de libertad, me zambullí de cabeza en los excesos: chupitos de vodka, Red Bull, cachimbas y sexo con mi tremendamente comprensiva pareja. Todo eso antes de la cena, para la que fuimos a Animal, un imán para carnívoros empedernidos y la antítesis de los establecimientos veganos que había estado frecuentando durante 30 días. Más que un retorno triunfante a los placeres de la carne, aquella cena se convirtió en una sádica venganza contra el reino animal por haberme privado de toda su fauna durante cuatro semanas. Platos crueles como foie gras, lengua de vaca o tuétano llenaban la mesa, mientras yo devoraba cada uno de ellos con menos humanidad que el anterior. En ese momento se apoderó de mí el Mr. Hyde carnívoro que llevaba tiempo latente, y los ojos aparentemente se me inyectaron en sangre, como en las películas de zombis. Finalmente, gracias al flujo incesante de bebidas, perdí el conocimiento.

Desperté por la mañana del día siguiente para descubrir que, pese a la orgía de hedonismo de la noche pasada, mi cuerpo no quería volver de inmediato a la vida y la alimentación pecaminosas de antes de la dieta. Curiosamente, el único antojo que tuve aquel día fue el de comerme una buena ensalada vegetariana (que no vegana) para cenar. Incluso rechacé los picatostes que me ofrecieron de complemento.

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