Opinión

AnálisisUn golpe demoledor para el régimen de la obra pública

Por Carlos Pagni

El juez Sergio Moro, protagonista central del Lava Jato brasileño, estudió en 2004 la mecánica del proceso Mani Pulite, que derrumbó el sistema de partidos de la Italia de posguerra. Moro advirtió que el éxito de esa investigación se debió, entre otras razones, a que avanzó sobre los políticos cuando las confesiones de los empresarios ya habían permitido probar los detalles del delito. La tesis de Moro es que la clase política puede blindarse en una escandalosa impunidad gracias a que controla resortes institucionales que no están al alcance de los actores privados, aunque sean poderosos.

Los senadores que ayer impidieron en el Senado que la Justicia pueda allanar las propiedades de Cristina Kirchner verificaron esa tesis, ayer, en la Argentina. Dejaron al desnudo que la representación popular puede ser utilizada como un privilegio que pone a quienes la ejercen por encima de la ley. El kirchnerismo predica la teoría según la cual, por sobre las instituciones del Estado, existen «poderes fácticos» mucho más determinantes. Entre ellos están el del empresariado y el de los medios. Ayer esa misma facción demostró la falsedad de su concepto. Los legisladores que se convirtieron en el escudo de la expresidenta demostraron que la dirigencia política puede convertirse en una casta invulnerable. No es la primera vez que se demuestra esa sórdida lección. Hace tres lustros, en esa misma cámara, se produjo un episodio similar. Y también fue, como en el caso de los cuadernos de Centeno, por una revelación de LA NACION. El diario había publicado las declaraciones de un senador que había admitido el cobro de sobornos para aprobar la reforma laboral. El peronismo, abroquelado alrededor de Augusto Alasino, salió a desmentir esa noticia, que LA NACION al día siguiente ratificó. El arrepentido había sido Emilio Cantarero.

La reacción corporativa de los senadores que ayer se negaron a dar quorum, sumada a la negligencia de quienes hubieran asistido pero se ausentaron, es de una gravedad estratégica. No existe una forma más eficiente de deslegitimación de la democracia que la evidencia de que el crimen queda sin castigo. Ese riesgo es muy visible hoy en el país. No solo porque, junto a la corrupción, sale a luz la venalidad. También porque esa doble exhibición emerge en un contexto de recesión económica.

Los mercados siguen sancionando a la Argentina. El último motivo es el contagio con la tormenta turca. Las diferencias entre la economía nacional y la de Turquía son innumerables. Pero para las pantallas de los inversores de países emergentes ambas están asociadas en abril por un desequilibrio similar: un déficit de cuenta corriente que, en aquel momento, era superior a los 4 puntos del PBI.

La turbulencia que llega desde el Bósforo se superpone con otros recelos que provoca la economía local en el mundo financiero. Son dudas sobre la viabilidad del programa para solventar el ajuste fiscal. Esos reparos se justifican en algunas cláusulas del acuerdo con el FMI. La principal fue negociada por el equipo de Federico Sturzenegger: la promesa de que el Tesoro rescataría su deuda de 25.000 millones de dólares con el BCRA. Ese pacto, que plantea una exigencia infartante a las cuentas del Estado, está renegociándose.

La discusión permanece abierta. Y el mercado financiero asiste a ella con desconfianza. El riesgo país alcanzó los 706 puntos. Es otro impulso para la recesión, porque encarece el crédito para las grandes empresas. El Gobierno respondió enviando a Wall Street al vicejefe de Gabinete Mario Quintana; al secretario de Finanzas, Santiago Bausili, y al vicepresidente del Banco Central, Gustavo Cañonero, para despejar las dudas de banqueros y titulares de fondos de inversión. La selección de Quintana motivó alguna controversia. Para los financistas, es la encarnación de la heterodoxia que, según ellos, está en la raíz de las dificultades argentinas. Esa misma razón hizo que un colaborador de Macri comentara: «Por eso está muy bien que Mario haya viajado. Ahora entenderá qué esperan de nosotros los inversores».

El otro factor recesivo es el escándalo de la obra pública. Los cuadernos de Centeno han sido providenciales para la imperiosa necesidad de saneamiento institucional del país. Su aparición ha desencadenado una revolución en cámara lenta. No solo detallan la corrupción del sector de la infraestructura durante la etapa kirchnerista. También desnudan la impunidad que proporcionó a esos negociados la Justicia Federal. Muchas de las fechorías relatadas por ese chofer obsesivo forman parte de expedientes judiciales que duermen en Comodoro Py. Varios de los funcionarios que aparecen traficando dinero negro fueron sobreseídos por esos tribunales.

El dominó de arrepentimientos de estos días justifica el optimismo respecto de una regeneración institucional. Aunque todavía falte mucho para alcanzar ese objetivo. El bochornoso espectáculo que ayer proporcionó el Senado, que no consiguió dar quorumpara permitir al juez Claudio Bonadio allanar las propiedades de Cristina Kirchner, es solo un caso. Tampoco se supo de ningún legislador que pidiera revisar la designación como auditor de la Nación de Javier Fernández, el operador de Antonio Stiuso en la Justicia. Fernández, uno de los encargados de velar porque no haya corrupción, fue eximido ayer de prisión por Claudio Bonadio en la causa de los cuadernos.

Los cuadernos de Centeno son muy auspiciosos para el mediano y largo plazo del país porque exhiben la ciénaga moral en que chapoteó por varios años la vida pública. Pero complican el corto plazo de la economía, porque agregan otro impulso al ciclo recesivo. La obra pública tendrá a partir de ahora problemas graves de financiamiento. Los bancos de inversión no quieren quedar contaminados con las empresas vinculadas al delito. Y, como no se sabe cuánto dura y hasta dónde llega esta mancha venenosa, prefieren suspender cualquier operación ligada a infraestructura. Esto agrava el impacto del recorte fiscal. Macri aceptó, muy a regañadientes, reducir la inversión estatal en el sector. Se consoló pensando que ese ajuste sería compensado por la inversión privada de los programas de participación público-privada. Pero desde que algunas compañías que intervinieron en estos programas aparecieron mencionadas por Centeno los bancos tienen reparos en financiar estos negocios. Macri encomendó a Luis Caputo, el presidente del Central; al ministro de Transportes, Guillermo Dietrich, y al procurador del Tesoro, Bernardo Saravia Frías, que analicen alguna solución para esta encrucijada. Otro inconveniente, más complejo, es el de los fondos de inversión que garantizaron sus préstamos con acciones de las compañías involucradas en sobornos. Esos fondos presionan ahora a los dueños de las empresas para que se deshagan de ellas antes de que pierdan todo su valor.

Esta es la cara privada de la crisis. El Estado tiene sus propios dilemas. ¿Debe mantener los contratos que se obtuvieron en licitaciones manchadas por la corrupción? ¿Seguirá desembolsando recursos públicos para pagar sobreprecios fraudulentos? Si no lo hace, ¿qué sucederá con esas obras? ¿Qué impacto tendrá todo esto en el nivel de empleo? Son interrogantes referidos al pasado. Respecto del futuro, en el Gobierno analizan una gran reforma de la normativa de contrataciones del Estado que sirvió de marco a las aberraciones que exhiben los minuciosos apuntes de Centeno. No deja de ser una paradoja. Macri, que se formó en las entrañas de la «patria contratista», está ante el desafío de sepultar ese sistema.

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