Cultura

6 de enero de 2018Un año sin Piglia, el «último» lector argentino

Ricardo Piglia tenía 75 años al morir

Cuando murió, tenía 75 años. Escribió hasta el final, desafiando la enfermedad que fue deteniendo su vida poco a poco.

Su obra, compuesta por narraciones y ensayos sustantivos de la literatura escrita en español se combinará para siempre con su trabajo de divulgación literaria, que lo convirtió en el maestro de varias generaciones

El 6 de enero de 2017, pocas horas antes de morir, Ricardo Piglia escribió un breve texto, brillante y melancólico, sobre la biblioteca del Congreso. Por supuesto, nadie sabe cuál será su último día en el mundo, pero emociona que haya escrito hasta el final. Tenía 75 años.

Aquel texto era un recuerdo y un agradecimiento al lugar que lo había ayudado a atravesar «los años de la peste», como él le decía a la dictadura militar. En ese tiempo, en que vivía amenazado por las fuerzas de la represión, Piglia se refugiaba noches enteras leyendo y escribiendo en la biblioteca, esperando así evadir a los grupos de tareas: «No sé por qué pensaba que los militares no iban a irrumpir en el recinto. Quizás, creía yo, ilusionado y sin ningún fundamento, que los iba a intimidar el nombre del lugar». Si para Borges la biblioteca era una forma de Paraíso, para Piglia era la manera de escapar del Infierno.

La literatura argentina no sería la misma sin Ricardo Piglia

En la literatura argentina hay muy pocas buenas novelas de aprendizaje: 10 o 12; tal vez 15. En el Olimpo están, sin duda, El juguete rabioso, de Roberto Arlt, y La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Si se conviniera en saltar las fronteras de los géneros, allí también debería estar Ricardo Piglia con sus diarios. Escritos a lo largo de 60 años, fueron publicados en tres tomos —Años de formación, Los años felices y Un día en la vida, que apareció en forma póstuma— y constituyen una gran novela, a la vez que un testimonio de época y un intenso debate literario. Con un juego magistral de la ficción, Piglia hace que sus diarios estén firmados por su alter ego, Emilio Renzi, protagonista de muchos de sus cuentos y novelas.

En los análisis de críticos agudos como Martín Kohan y Carlos Gamerro, entre otros, resuena el eco lejano de algunas de las entradas de los diarios. Como editor, ensayista y escritor, Piglia formó a las generaciones que le siguieron.

Siendo muy joven, fue gracias a una charla con Borges que encontró la clave para convertirse en escritor. Escribir, le dijo Borges, cambia el modo de leer: un escritor «quiere ver cómo están hechos los textos, ver si puede hacer algo parecido o, en el mejor de los casos, algo distinto». Piglia partió de esa certeza y la llevó al extremo, actualizando el modo de leer y escribir en la Argentina. Intervino brutalmente en el debate político y literario —en la época en que los intelectuales todavía no habían perdido su influencia en manos de los periodistas—, dividió aguas, definió territorios y zonas de proximidad.

Utilitario pero nunca egoísta, Piglia leía todo lo que se publicaba y escribía breves reseñas en la hoy mítica revista Los libros —en la que también participaron Héctor «Toto» Schmucler, Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo. Como editor, fue el primero en reconocer la calidad de autores jóvenes; por ejemplo, la de Miguel Briante, a quien le publicó un libro de importancia capital como Hombre en la orilla. Muchos años después encontraría similitudes entre Briante y un jovencísimo Alan Pauls de 18 años: «Tengo con él la misma sensación que tuve cuando leí las primeras cosas de Miguel Briante», anota en su diario en 1977, «que también a esa edad mostraba gran destreza y un estilo notable. Sin embargo me parece que Alan Pauls tiene mayor futuro, Miguel terminó enredado en el mito del escritor precoz y le costaba mucho volver a escribir. Alan, en cambio, es —o intenta ser, me parece a mí—, más completo, más culto, y se puede esperar de él lo mejor».

En 1966, tras la intervención de Onganía, renunció a su cátedra en la universidad; recién volvería en 1990, cuando dictó un seminario de once clases sobre la obra de Saer, Puig y Walsh. La transcripción de esos encuentros se publicó con el título Las tres vanguardias y muestra claramente cómo Piglia lee la literatura argentina en clave política: «En este país», dice, «sabemos muy bien de qué modo lo político incide sobre lo privado, uno aprende muy rápido la manera en que los acontecimientos históricos tocan zonas privadísimas del sujeto. Y este es el tema de los novelistas: la relación entre lo privado y la esfera pública».

Borges y el otro

Haciendo un culto de la escasez, fue autor de sólo cinco novelas: Respiración artificial (1980), considerada como la gran novela de la dictadura; La ciudad ausente (1992), que Gerardo Gandini convirtió en ópera; Plata quemada (1997), a la que, como cuenta en sus diarios, le dedicó más de 30 años de escritura; Blanco nocturno (2010) y El camino de ida (2013). Entre sus ensayos se pueden mencionar: Crítica y ficción (1986), Formas breves (1999), El último lector (1999). Con su primer libro de cuentos, La invasión (1967), ganó el premio Casa de las Américas.

«Todos nosotros nacemos en Roberto Arlt: el primero que consiga engancharlo con Borges habrá triunfado», escribe en su diario en 1970. Cinco años después publica su segundo libro de cuentos, Nombre falso, con un acápite de Borges —»Sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido»— y se lo atribuye a Arlt. Esa es la verdadera lucha de Piglia.

Hay con Borges un sistema de aproximaciones y rechazos que marcaron su vida. Ambos desde muy chicos sabían, como una verdad revelada, que su destino era escribir. Borges era el faro que mostraba el camino, pero también aquel del que había que alejarse. Otra entrada de su diario: «Mi entusiasmo por la literatura norteamericana fue una reacción frente a la influencia de Borges y Cortázar, que hacían estragos entre los escritores de mi generación». Y a la vez, reconoce que, gracias a Borges, su generación logró estar en relación directa con la literatura en cualquier otra lengua: «Cortamos la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar». Así, Piglia lee con obsesión a Hemingway, Fitzgerald, Chase, Hammett, pero también a Brecht, Musil, Soljenitsin.

Paradójicamente, Borges y Piglia terminaron dictando sus textos. Uno, ya ciego, se los dictaba al amanuense de turno —a veces María Esther Vázquez, a veces a la madre, a veces María Kodama—; otro, por el avance de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), a Luisa, su «invalorable y sarcástica» asistente mexicana.

Un Nobel para Piglia

Al igual que Borges, Piglia recibió el Premio Formentor —el tercer argentino sería Alberto Manguel. Cuando ganó el Rómulo Gallegos, se decía que iba en camino de ganar el Nobel. Si bien nunca estuvo entre los candidatos más destacados —como sí lo está César Aira—, nadie creía que se trataba de una exageración. La muerte lo alcanzó antes.

Se cumplió este sábado 6 de enero un año sin Ricardo Piglia. El bar de la biblioteca del Congreso lleva su nombre.

 

Por Patricio Zunini para Infobae

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