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Fue el 31 de agosto de 1955“Por cada uno de los nuestros, caerán cinco de los de ellos”: el furioso discurso de Perón que encendió la violencia

Fue el 31 de agosto de 1955, dos meses y medio después del bombardeo a la Plaza de mayo por parte de la Armada. El general llamó a los peronistas a matar a quienes se opusieran a su gobierno o atentaran contra el orden y tiñó de sangre la historia
La frase, la que pasó a la historia y tiñó de sangre tres décadas de la Argentina, estalló como lo que era: una bomba en medio de la Plaza de Mayo, que ya había sido bombardeada por la aviación naval dos meses y medio antes, el 16 de junio de 1955, en un intento de derrocar y asesinar al presidente Juan Perón, y había dejado un saldo que, con el tiempo, quedó fijado en 308 muertos y una cantidad enorme de heridos, muchos de ellos gravísimos.

Ahora, en la fría tarde gris del 31 de agosto de hace sesenta y seis años, un Perón desencajado, descontrolado y furioso lanzó: “La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta ¡con otra más violenta! ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”.

Una multitud rugió entusiasmada y celebró el inicio de una gran tragedia. Había nacido el discurso del “cinco por uno”, que sería luego una doctrina que adoptarían por igual los dos bandos en pugna en los que se partió el país de entonces.

Fue el último discurso de Perón desde el balcón de la Casa de Gobierno. Dieciséis días después, fue derrocado por otro sangriento golpe militar y debió marchar al exilio; durante casi dos décadas rigió desde Madrid gran parte del destino político y social del país, y regresó en junio de 1973 para triunfar en las elecciones del 23 de setiembre de ese año, asumir el 12 de octubre y por tercera vez la presidencia, y para volver a hablar a una multitud desde el mismo balcón de la Rosada, protegido por un vidrio blindado que lo amparaba de una violencia desatada en aquel terrible 1955.

¿Buscó Perón dar un mensaje de paz aquel 31 de agosto? Si esa fue su intención, ¿cómo fue que se convirtió en una declaración de guerra? Por el contrario, ¿tenía planeada esa declaración de guerra y envió antes falsos mensajes pacificadores? “Con nuestra tolerancia exagerada –dijo segundos antes de hablar del cinco por uno– nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya establecemos como una conducta permanente para nuestro Movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en contra de la Ley o de la Constitución, ¡puede ser muerto por cualquier argentino!”. Era una virtual incitación, nada simulada, a la guerra civil. El Presidente avalaba que cualquier peronista, en cualquier parte y de cualquier modo, pudiera asesinar a quien juzgara que atacaba a su gobierno. Y en proporción de cinco por uno.

¿Quiénes eran los “otros” a los que había que reprimir tan violentamente? Eran los antiperonistas, que a esa altura y después de nueve años de gobierno se contaban por millones, encarnados en el golpismo militar que en junio, y a sólo diez años de terminada la Segunda Guerra Mundial, había convertido a Buenos Aires en una ciudad abierta, como habían sido las europeas durante el conflicto.

Una leyenda nunca confirmada, que forma parte de la mitología política que rodea a aquellos años, dice que Perón tenía en el bolsillo un discurso conciliador, que preanunciaba cambios en su gabinete, el cese del enfrentamiento con la Iglesia Católica, el final de la represión indiscriminada a la oposición que enarbolaba como un símbolo la desaparición de Juan Ingalinella, un médico rosarino comunista, secuestrado por la policía el 17 de junio, un día después del bombardeo a la Plaza, y asesinado en la tortura.

Ese discurso conciliador, jamás dicho y si es que existió alguna vez, se perdió en el turbión de la historia. Pero quienes alimentan la leyenda, dicen que el mensaje dejaba en claro que Perón había acusado el impacto del bombardeo de junio y sus consecuencias. No era para menos. El bombardeo a la Plaza inauguró la violencia política en la Argentina moderna, las bombas de la marina habían caído sobre una multitud convocada a honrar a la bandera y, al caer aquella tarde trágica, los enfurecidos peronistas habían puesto fuego a la Curia metropolitana y a los principales templos católicos vecinos a la Plaza de Mayo.

Un mes después, Perón se reunió con los legisladores peronistas para hacer un extenso mea culpa en el que admitió, entre otras cosas: “No negamos que nosotros hayamos restringido algunas libertades, lo hemos hecho siempre de la mejor manera, en la medida indispensable y no más allá de ello. No hemos instaurado jamás el terror, no hemos necesitado matar a nadie (…)”.

Luego dijo que consideraba terminado el período de cumplimiento de los objetivos revolucionarios peronistas: “¿Qué implica eso para mí? La respuesta es muy simple, señores. Yo dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios. Mi situación ha cambiado absolutamente y al ser así, yo debo devolver todas las limitaciones que se han hecho en el país sobre los procederes y los procedimientos de nuestros adversarios, impuestas por la necesidad de cumplir los objetivos, para dejarlos actuar libremente dentro de la ley, con todas las garantías, derechos y libertades. Eso es lo que vamos a hacer”.

Eso fue lo que no sucedió. El discurso de Perón del 31 de agosto, que intentó ser pacifista y derivo en una declaración de guerra, o fue pensado como declaración de guerra vestida con ropas pacifistas, barrió con cualquier posibilidad de diálogo con la oposición y, de alguna manera, aceleró los planes de derrocamiento de Perón por parte de los militares, en especial de la Armada.

Aquel país había empezado a desangrarse por horas. Perón abrió las radios a los opositores. Pero el discurso del líder socialista Alfredo Palacios no fue autorizado porque quiso compartir micrófono con otro dirigente socialista, Nicolás Repetto. El mensaje de ambos circuló luego en discos. En su arenga, Palacios justificó de alguna manera la violencia del bombardeo a la Plaza de Mayo. “Después de los acontecimientos luctuosos –dijo Palacios– consecuencia de la violencia del régimen (…)”. Esa misma lógica emplearía Perón desde el exilio, años más tarde, para justificar el accionar de los grupos guerrilleros en el país: “La violencia de arriba engendra la violencia de abajo”, mandaba el axioma que llegaba desde Madrid. Y la violencia peronista de los años 70 esgrimía el “cinco por uno, no va a quedar ninguno”, como umbrío destino para sus enemigos.

Sin embargo, a finales de julio y principios de agosto, Perón había dado otra muestra de sus ansias de pacificar a aquella Argentina en llamas. A los complotados militares de junio que fueron detenidos, se los sometió a un Consejo de Guerra que presidió el general Juan Eriberto Molinuevo. A la hora de dictar la sentencia, el tribunal juzgó que, en al menos un caso, correspondía aplicar la pena de muerte por fusilamiento. El cúmplase final lo debía dar Perón. Molinuevo encargó entonces al secretario del tribunal, coronel Juan Villafañe que pusiera en antecedentes a Perón. Los dos militares se encontraron en la Casa de Gobierno.

La escena fue revelada por el historiador Isidoro J. Ruiz Moreno en su minuciosa “La revolución del 55”. El coronel Villafañe, acompañado por el capitán de navío Enrique Noguera Isler, abordó a Perón a punto de bajar en el ascensor de la Casa de Gobierno. “Mi general: vengo a decirle de parte del general Molinuevo, que corresponde la pena de muerte a uno de los jefes sublevados, conforme el Código Militar”.

Cuenta Ruiz Moreno, insospechado de alguna simpatía con Perón y de cualquier tipo de empatía con el peronismo: “Pese a sus desplantes en público, Juan Perón era desafecto a verter sangre. No estaba en su idiosincrasia asumir la responsabilidad de ordenar ejecuciones, por más que alentara a otros a desatar una violencia despersonalizada. Mirándose al espejo del amplio ascensor mientras se ponía su gorra militar, el Presidente respondió al anhelante Villafañe:

-Hijo, yo no fusilo a nadie. Dígale a Molinuevo que busque la forma de evitarlo.

Las sentencias contra los sublevados se dictaron el 10 de agosto y no hubo ninguna condena a muerte. ¿Cómo fue que aquel hombre atribulado, pero decidido, dijo en tono paternal a un subordinado: “Hijo, yo no fusilo a nadie”, y días después lanzó un discurso incendiario que impulsaba un baño de sangre?

Perón preparó con sumo cuidado el escenario del que iba a ser su discurso pacificador que derivó en un llamado a la guerra, o su discurso de guerra que tal vez vistió de pacificador. El 30 de agosto el Presidente envió una larga nota al Partido Peronista y ofreció su “retiro” como solución a la crisis. Hizo una revisión de sus dos gobiernos que sintetizó con una frase contundente: “Recibimos una colonia y devolvemos una Patria libre y soberana”, y agregó sobre el final: “Con mi retiro presto al país el último servicio desde la función pública”.

Nadie le creyó del todo. No se trataba de una renuncia a la presidencia, que debió haber sido dirigida al Congreso. Perón empleó la palabra “retiro”, de raíz militar, y dirigió el mensaje a su partido, donde fueron los primeros en comprender la jugada: había que llenar la Plaza de Mayo de peronistas para escuchar el mensaje del General, en el que se iba a retractar de su supuesta abdicación. El periodista León Bouché, que había reemplazado a Raúl Apold en la Secretaría de Informaciones del gobierno, recomendó no usar la palabra “renuncia” en las comunicaciones oficiales y sí, en cambio, “retiro”. Lo mismo exigió el secretario general de la CGT, Hugo Di Pietro

El diario La Prensa, expropiado por y en poder del peronismo, lanzó una edición especial el 31 en la que convocaba a un paro general y a la concentración en la Plaza, “de la que no nos iremos hasta que nuestro líder retire la nota. Hay que hacer ambiente para otro 17 de octubre”, dijo Di Pietro. Buenos Aires temió más desbordes. Los comercios del centro cerraron puertas y bajaron persianas y cortinas. El paro general convertía a la jornada casi en un feriado nacional.

Ese era el escenario que esperaba a Perón, y el que Perón acaso había fabricado, para su discurso de paz que se convirtió en declaración de guerra, o que fue pensado de guerra con el ropaje de la pacificación. Ese 31, Perón llegó temprano a la Casa de Gobierno, como era su costumbre. Era miércoles. El ministro del Interior, Oscar Albrieu, que había reemplazado a Ángel Borlenghi en junio, recordó años después que esa mañana Perón estaba conversador y de buen humor, sin embargo nadie le preguntó ni qué iba a decir en la tarde frente a la multitud, ni cómo iba a encarar el acto en el que se suponía iba a dar marcha atrás con su “retiro”.

Perón almorzó y durmió la siesta, otro de sus ritos inalterables. Basado en el testimonio de Albrieu, el historiador Félix Luna recordó una vez para La Nación: “Cuando se levantó, algo había cambiado en su persona. Estaba hosco y ceñudo y, lo que era más inquietante, se tiraba para abajo las caídas delanteras del saco con las dos manos. Era señal segura de que estaba chinchudo –recordó Albrieu-. Traté de sondearlo, pero me eludió…”

El acto empezó a las cinco de la tarde. Habló primero Di Pietro: fue previsible y obvio porque tampoco la CGT sabía qué iba a hacer o a decir Perón. Después habló Delia de Parodi, presidenta de la rama femenina del Partido Justicialista. Pero a esa hora ya nadie escuchaba nada: la multitud exigía la presencia de Perón que apareció en el balcón a las seis y media, cuando el sol se perdía casi sobre el oeste. Fumaba. Un indicio de su nerviosismo: por recato y por disciplina militar, Perón no fumaba en público. En cambio dio tres o cuatro pitadas antes de encarar los micrófonos.

Su discurso, pacífico que devino en guerrero, o guerrero vestido de pacifismo, empezó calmo y sereno, casi nostálgico con un tiempo, intuyó tal vez el General, que ya no iba a volver: “Compañeras y compañeros: He querido llegar hasta este balcón, ya para nosotros tan memorable, para dirigirles la palabra en un momento de la vida pública y de mi vida, tan trascendental y tan importante, porque quiero de viva voz llegar al corazón de cada uno de los argentinos que me escuchan. Nosotros representamos un movimiento nacional cuyos objetivos son bien claros y cuyas acciones son bien determinadas; y nadie, honestamente, podrá afirmar con fundamento que tenemos intenciones o designios inconfesables”.

De inmediato recordó el salvaje bombardeo a la Plaza de Mayo, al que calificó de “infamia”, evocó a sus víctimas y enumeró lo que juzgó sus esfuerzos por pacificar al país: “Hace poco tiempo esta plaza de Mayo ha sido testigo de una infamia más de los enemigos del pueblo. Doscientos inocentes han pagado con su vida la satisfacción de esa infamia. Todavía nuestra inmensa paciencia y nuestra extraordinaria tolerancia, hicieron que no solamente silenciáramos tan tremenda afrenta al pueblo y a la nacionalidad, sino que nos mordiéramos y tomáramos una actitud pacífica y tranquila frente a esa infamia. Esos doscientos cadáveres destrozados fueron un holocausto más que el pueblo ofreció a la patria”.

Perón hablaba ante una multitud cargada de fervor a la que reveló que había ofrecido el perdón a los complotados a cambio de comprensión, todo, anticipó, en vano: “Pero esperábamos ser comprendidos, aun por los traidores, ofreciendo nuestro perdón a esa traición. Pero se ha visto que hay gente que ni aún reconoce los gestos y la grandeza de los demás. Después de producidos esos hechos, hemos ofrecido a los propios victimarios nuestra mano y nuestra paz. Hemos ofrecido una posibilidad de que esos hombres se reconcilien con su propia conciencia.”

Casi de modo imperceptible, el discurso se despojó de sus ropajes pacifistas cuando Perón analizó qué había ocurrido en los dos meses y medio que habían pasado desde el bombardeo a la Plaza de Mayo: “¿Cuál ha sido su respuesta? Hemos vivido dos meses en una tregua que ellos han roto con actos violentos, aunque esporádicos e inoperantes. Pero ello demuestra su voluntad criminal. Han contestado los dirigentes políticos con discursos tan superficiales como insolentes: los instigadores, con su hipocresía de siempre, sus rumores y sus panfletos. Y los ejecutores, tiroteando a los pobres vigilantes en las calles.”

«Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya, estableceremos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o de la Constitución ¡puede ser muerto por cualquier argentino!», dijo (Keystone/Getty Images)

El discurso, y Perón, subieron un tono. El vozarrón del presidente dejó de mirar el pasado reciente para planear el futuro inmediato en el que incluyó al pueblo peronista en el ejercicio, por derecho, de una represión violenta: “La contestación para nosotros es bien clara: no quieren la pacificación que les hemos ofrecido. De esto surge una conclusión bien clara: quedan solamente dos caminos; para el gobierno, una represión ajustada a los procedimientos subversivos, y para el pueblo, una acción y una lucha que condigan con la violencia a que quieren llevarlo. Por eso, yo contesto a esta presencia popular con las mismas palabras del 45: a la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor”.

Ya no había más ropajes pacifistas. Ni posibilidad de volver a la calma inicial. Perón lanzó entonces su irracional llamado a que cada miembro del movimiento que dirigía pudiera matar a quien juzgara opositor al Gobierno: “Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya, estableceremos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o de la Constitución ¡puede ser muerto por cualquier argentino! Esta conducta que ha de seguir todo peronista no solamente va dirigida contra los que ejecutan, sino también contra los que conspiren o inciten. Hemos de restablecer la tranquilidad, entre el gobierno, sus instituciones y el pueblo por la acción del gobierno, de las instituciones y del pueblo mismo.”

Y luego llegó la bomba, entre el atronar jubiloso de la multitud: “La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta, ¡con otra más violenta! ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”

¿Fue consciente Perón de lo que había dicho? ¿Supo que había incitado casi a una guerra civil? ¿Había sido pensada esa frase tremenda en el plan de discurso de todo buen orador? ¿Se dejó llevar Perón por la pasión, por el fervor popular, por la sed de venganza que expresaban miles de personas reunidas alrededor de los árboles deshilachados y las paredes hendidas por la metralla de junio?

En sus palabras siguientes, Perón atenuó en parte su violencia. Ya no podía salir del todo de aquella fragua ardiente en la que se había embarcado y recurrió a la necesidad de defender las conquistas de su gobierno, o lo que consideraba conquistas de su gobierno, sin abandonar del todo las amenazas: “Compañeras y compañeros: hemos dado suficientes pruebas de nuestra prudencia. Daremos ahora suficientes pruebas de nuestra energía. Que cada uno sepa que donde esté un peronista estará una trinchera que defienda los derechos de un pueblo. Y que sepan, también que hemos de defender los derechos y las conquistas del pueblo argentino, aunque tengamos que terminar con todos ellos. Compañeros: quiero terminar estas palabras recordando a todos ustedes y a todo el pueblo argentino que el dilema es bien claro; o luchamos y vencemos para consolidar las conquistas alcanzadas, o la oligarquía las va destrozar al final. Ellos buscaran diversos pretextos. Habrá razones de libertad, de justicia, de religión, o de cualquier otra cosa, que ellos pondrán por escudo para alcanzar los objetivos que persiguen. Pero una sola cosa es lo que ellos buscan: retrotraer la situación a 1943. Para que ello no suceda estamos todos nosotros para oponer a la infamia, a la insidia y a la traición de sus voluntades nuestros pechos y nuestras voluntades. Hemos ofrecido la paz. No la han querido. Ahora, hemos de ofrecerles la lucha, y ellos saben que cuando nosotros nos decidimos a luchar, luchamos hasta el final”.

Luego volvió a la dureza, esta vez acaso retórica pero indisimulable, y a dejar de lado, como al pasar, como si fuese algo sin importancia, su anunciado “retiro” de la vida pública: “Que cada uno de ustedes recuerde que ahora la palabra es la lucha, se la vamos a hacer en todas partes y en todo lugar. Y también que sepan que esta lucha que iniciamos no ha de terminar hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado. Y ahora, compañeros, he de decir, por fin, que yo he de retirar la nota que he pasado, pero he de poner al pueblo una condición: que así como antes no me cansé de reclamar prudencia y de aconsejar calma y tranquilidad, ahora les digo que cada uno se prepare de la mejor manera para luchar. Tenemos para esa lucha el arma más poderosa que es la razón; y tenemos también, para consolidar esa arma poderosa, la ley en nuestras manos”.

El lenguaje hablado no tiene mucho parentesco con el escrito. Leer hoy el discurso de Perón no es lo mismo que escucharlo a sesenta y seis años de distancia, como no fue lo mismo leerlo al día siguiente en los diarios que haberlo escuchado en la plaza fervorosa. “Hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado”, puede sonar en la lectura de ayer y de hoy como una expresión enfática, intensa, enérgica, tal vez ampulosa o aparatosa; pero escuchada en la voz impetuosa, vehemente e inflexible de Perón sonaba y suena hoy a otra cosa.

En su pendular recurrencia a la guerra y la pacificación, Perón retornó a la calma y a las amenazas veladas: “Hemos de imponer calma a cualquier precio, y para eso es que necesito la colaboración del pueblo. Lo ha dicho esta misma tarde el compañero De Pietro: nuestra Nación necesita tranquilidad y paz para el trabajo, porque la economía de la Nación y el trabajo argentino imponen la necesidad de la paz y de la tranquilidad. Y eso lo hemos de conseguir persuadiendo si no, a palos. Compañeros: Nuestra patria, para ser lo que es, ha debido ser sometida muchas veces a un sacrificio. Nosotros, por su grandeza, hemos de imponernos en cualquier acción, y hemos de imponernos cualquier sacrificio para lograrlo. Veremos si con esta demostración nuestros adversarios y nuestros enemigos comprenden. Si no lo hacen, ¡pobres de ellos!”

Para cerrar su discurso, Perón echó sobre los hombros de los peronistas la responsabilidad, cargada de peligros, de que custodiara al gobierno, tomara a su cargo la represión de quienes osaran alterar el orden, significara eso lo que significase, y vaticinó para sus opositores el fin de las palabras y el inicio de las acciones: “Pueblo y gobierno, hemos de tomar las medidas necesarias para reprimir con la mayor energía todo intento de alteración del orden. Pero yo pido al pueblo que sea él también un custodio. Si cree que lo puede hacer, que tome las medidas más violentas contra los alteradores del orden. Este es el último llamamiento y la última advertencia que hacemos a los enemigos del pueblo. Después de hoy, han de venir acciones y no palabras. Compañeros: para terminar quiero recordar a cada uno de ustedes que hoy comienza para todos nosotros una nueva vigilia en armas. Cada uno de nosotros debe considerar que la causa del pueblo está sobre nuestros hombros, y ofrecer todos los días, en todos los actos, decisión necesaria para salvar esa causa del pueblo”.

Eso fue todo. Casi nada.

Félix Luna recordó, y juzgó, que la multitud no percibió el sentido del discurso. Supo, sí, que Perón estaba furioso, un sentimiento que compartían. Pero poco más. A modo de despedida, la gente cantó las consignas partidarias de siempre y luego desalojó la Plaza de Mayo a toda velocidad, para aprovechar las horas restantes del paro declarado por la CGT: no hubo marchas, ni manifestaciones de furia o de júbilo; no hubo violencia contra los negocios del centro cerrados a cal y canto, todos, y eran muchos, se fueron en orden.

Perón sí que comprendió el alcance de sus palabras y la imposibilidad de borrarlas, retrotraerlas a las vestiduras de pacificación que había lucido su discurso de guerra. Se despidió en persona de cada uno de los funcionarios que lo habían acompañado, muchos de ellos sumidos en el desconcierto. El propio Presidente parecía aturdido, turbado y desorientado. Según uno de los testigos, recordó Luna, Perón llamó aparte al jefe de la Policía, Miguel Gamboa y le dijo: “Por favor, Gamboa, saque a la calle a toda la policía. ¡No sea que vaya a pasar alguna cosa”.

Al día siguiente Albrieu y Bouché presentaron sus renuncias al ministerio del Interior y a la Secretaría de Informaciones. Dijeron a Perón que habían sido convocados para conciliar y no para perseguir y sospechaban que después del discurso de Perón, ya no podían seguir en el gobierno. Pero Perón rechazó sus renuncias, quitó dramatismo a sus palabras del día anterior y les aseguró que se había tratado sólo de una advertencia.

Pero no. El discurso del cinco por uno había encendido una llamarada trágica que iluminó sombría las siguientes tres décadas de vida política argentina. Todavía hay quienes la alimentan.

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