Opinión

Análisis Oportunidades y límites para un nuevo «vamos por todo»

Por Sergio Berensztein

n interrogante más que inquietante recorre los pasillos (virtuales) del poder: ¿Es CFK la única que tiene un verdadero proyecto político en la Argentina? Fernández parece posicionado más como un árbitro entre diferentes facciones del FDT y como un constructor de puentes entre ambos lados de la grieta que como un líder autónomo y con capacidad de desplegar una agenda política propia. Su administración nació condicionada por la crisis económica, se complicó con un enfoque y un manejo incomprensibles de la cuestión de la deuda y terminó encorsetada en la dura lógica de la pandemia. El peronismo moderado y hasta el lavagnismo integran la coalición gobernante y ataron su destino a ella.

La oposición enfrenta dilemas no menos complicados. Los líderes con capacidad, buena imagen y algo de arraigo territorial de cara a las elecciones de 2021 e incluso 2023 tienen responsabilidades de gobierno (Rodríguez Larreta, Morales) o mantienen un entendible y prudente silencio luego de su reciente derrota (Vidal). Aparecen voces duras (Patricia Bullrich, Pichetto) para llenar un espacio y satisfacer las demandas de los segmentos más críticos al oficialismo a la espera de que la situación económica se deteriore más. A ese segmento le habla Prat-Gay, con un discurso racional pero disonante. El Macri más relevante es Jorge, intendente de Vicente López. El expresidente se automarginó del debate nacional. Esta acuarela del panorama opositor podrá reverdecer si fracasa el FDT, pero no constituye hasta ahora un proyecto de poder articulado, coherente y con una narrativa original.

En este contexto sobresale Cristina, con una visión nítida y objetivos concretos. De mínima, trata de resolver las cuestiones judiciales que la involucran (a ella y a sus hijos), que avanzaron como consecuencia de duras derrotas electorales (2013, 2015 y 2017), ocasiones en las que intentó desplegar un proyecto personalista, sectario y radicalizado que, por eso, resultó rechazado por una masa crítica de ciudadanos. Antes había precipitado divisiones profundas en aquel Frente para la Victoria que había desechado, con la muerte de Kirchner, su eficaz vocación atrapatodo.

El temprano y trágico fallecimiento de José Manuel de la Sota dejó al peronismo sin candidato natural para encabezar una fórmula con un político con fuerte arraigo territorial en uno de los principales distritos electorales del país, en el que Macri y Larreta supieron consolidar una notable popularidad. Cristina arriesgó convocándolo a Fernández porque despejaba cualquier duda respecto de un potencial liderazgo autónomo. No era para los gobernadores peronistas un primus inter pares como lo hubiera sido el Gallego: el poder territorial (gobernadores, intendentes, en menor medida caciques piqueteros) desplazó al sindicalismo como la verdadera columna vertebral del Movimiento.

Fernández era en teoría un candidato ideal para administrar la transición: utilizando la fórmula alberdiana, podía construir «el kirchnerismo posible». Debía mitigar la grieta y solucionarle a Cristina con su probada destreza los desaguisados judiciales que la atormentaban. Sin embargo, ella apuntaba a mucho más: concretar el viejo sueño del «trasvasamiento generacional» con los integrantes de La Cámpora (en especial su hijo Máximo) y cuadros técnicos como Kicillof como protagonistas estelares: «el kirchnerismo verdadero».

De pronto, la pandemia convirtió a Fernández en uno de los presidentes más populares de este período democrático. Lo que debía ser parte de la solución se había convertido en un potencial problema. Parafraseando a Lenin, si el «izquierdismo» era una enfermedad infantil del comunismo, el embrionario «albertismo» lo era del verdadero cristinismo. ¿Qué chance tiene esto de volverse realidad? ¿Puede la Argentina, como temen muchos, convertirse en una nueva Venezuela?

Existen diferencias entre ambos países que exhiben las dificultades que habría para implantar aquí un modelo similar al bolivariano. En principio, a partir del Caracazo, el sistema político se había desintegrado cuando asomó la figura de Hugo Chávez. En cambio, la Argentina llega a esta coyuntura crítica con dos coaliciones heterogéneas, pero con tendencias moderadas de centro y una clara vocación cooperativa, como pone de manifiesto la estrecha relación entre el Presidente y el jefe de gobierno de la ciudad. Tenemos un sistema político disfuncional pero resiliente: sobrevivió los embates carapintadas, la hiperinflación, la crisis del tequila, la caída de la convertibilidad, el conflicto con el campo, la crisis financiera internacional, varios defaults. Muy probablemente sobreviva también al coronavirus.

La segunda divergencia es crucial: el petróleo en Venezuela está en manos del Estado y el régimen bolivariano se financió (hasta que destruyó Pdvsa) con su renta. Nada parecido ocurre en la Argentina. Aunque algunos sueñen con recomprar las acciones de YPF en manos de privados, la Constitución de 1994 consagra que el subsuelo pertenece a las provincias. De ahí la obsesión del kirchnerismo con el campo, principal cadena de valor del país. En este sentido, el proyecto de recrear la Junta Nacional de Granos puede lograr el mérito de reiniciar las protestas en las rutas, sepultadas por la pandemia (otros de los grandes favores que el Covid-19 le hizo a la administración Fernández).

La tercera gran disparidad entre la Argentina y Venezuela son las Fuerzas Armadas. Mientras que allá fueron pilar del régimen y terminaron mayoritariamente fusionadas con las redes del crimen organizado, en nuestro país son profesionales y están sujetas al orden constitucional. El test ácido fue el fallido Operativo Dorrego Bis intentado por César Milani: fracasó cuando Cristina buscaba eternizarse en el poder. Por eso, la pata estatal del nuevo proyecto la debe aportar las grandes agencias: Anses, AFIP, PAMI, Vialidad Nacional, la banca pública, el Banco Central. Junto con la Justicia y los «nuevos» servicios de inteligencia, son fabulosas fuentes de empleo y de recursos para hacer política. Una estrategia para nada innovadora: el centenario radicalismo había encontrado en el Correo una plataforma estupenda para expandirse por el territorio nacional.

Descartada la hipótesis bolivariana, el kirchnerismo duro deberá imaginar un modelo original en función de la compleja topografía de la política nacional. Pisó el acelerador en las últimas semanas ante la súbita e inesperada consolidación del liderazgo presidencial. Pero curiosamente, tampoco puede erosionarlo demasiado: su debilitamiento exagerado o, más aún, una eventual fractura de la coalición de gobierno, pondría en riesgo el poder y los aún frágiles avances que logró Cristina en sus causas.

Para ella, todo podría de todas formas aliviarse si, como dijo Kicillof, «la normalidad no existe más». ¿Incluye eso al Estado de Derecho o por lo menos al sistema electoral? Si se aplica la «doctrina Guzmán» a rajatabla, tal vez el calendario electoral también se convierta en «anecdótico». Entonces sí que nos pareceríamos a Venezuela.

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