Opinión

AnálisisLinda forma de apagar faroles

Por Beatriz Sarlo

Macri está convencido de que la razón cae siempre de su lado y que los opositores no comprenden las necesidades de la Argentina 

debate por las tarifas terminó en las primeras horas del pasado miércoles. Los diarios no trajeron una buena síntesis de lo que se dijo esa noche. Y, para el viernes a la mañana, después del veto presidencial, los discursos de los senadores ya eran noticia vieja, según informó Perfil.

Sin embargo, quien los escuchó podría objetar al periodismo este descuido provocado por su vocación por “lo último”, que puede saltearse “lo penúltimo”. Unos pocos ejemplos. La intervención del senador Omar Perotti (justicialista de Santa Fe) fue reflexiva y equilibrada.

Su voto era contrario a los deseos del Gobierno, pero antes de emitirlo, le recordó al Presidente que el muy favorecido sector financiero es mucho más grande y poderoso que el energético; que las tasas de interés están devastando a las Pymes, que no pueden cambiar sus cheques con descuentos del 60%; que, con los precios de la energía, muchas de esas empresas no podrán seguir produciendo (ya que, además, compiten, con importaciones responsables de un dumping, respecto del cual el gobierno de Macri no se preocupa en lo más mínimo).

Perotti recordó también que, en 2016, había propuesto un Acuerdo del Bicentenario, por el que no se interesó nadie en el Poder Ejecutivo. Una hora después habló el senador de Unión por Córdoba, Carlos Caserio. Acusó al Gobierno por no habilitar una discusión prolongada para encontrar una alternativa a los aumentos; le recordó la velocidad con que el ministro Dujovne respondió a una queja del sector agrario y la debilidad o la inexistencia de puentes con otros sectores que, hoy, sufren más que los cultivadores de soja. Le enseñó a Macri que los senadores no son títeres del gobernador de su provincia: “Yo no le tengo que preguntar a Schiaretti; y el día que tenga que pedirle permiso al gobernador, me voy de la política”.

Finalmente, a la una de la mañana, Pino Solanas comenzó un discurso apasionado, colérico y lleno de datos. “Sin proyecto energético, no hay proyecto de industria, ni proyecto de país”, dijo Solanas. Cito estas tres intervenciones porque su muy diferente estilo indica que el Senado tuvo una noche de reflexión sobre los acuerdos posibles; de independencia frente a los poderes ejecutivos nacional y provinciales; de memoria histórica y conocimiento de las amenazas presentes. Supongo que los discursos flotan por ahí en Youtube. Fundamentalismo.

Macri no negocia los proyectos que envía al Congreso. La secuencia es la siguiente: los envía primero; cuenta los votos que le faltan; lo manda a Frigerio a ver si puede enmendar un rechazo previsible; presiona a los gobernadores, ignorando que éstos no manejan por control remoto a los senadores. Si estas sutilezas no obtienen resultados, recurre al veto. Ya lo hizo como jefe de Gobierno de la Ciudad. Está convencido de que la razón cae siempre de su lado y que los opositores no comprenden las necesidades de la Argentina. Alguien convencido de que tiene razón siempre es, entre otras cosas desagradables, un fundamentalista. El perfil de Marcos Peña responde bien a esta antipática cualidad. Frigerio, que proviene de una familia política, no despierta el temor que suscitan los fundamentalistas, que se creen impulsados por una fuerza superior a ellos mismos: Dios, el Pueblo, el Líder, la Tierra, el Mercado o lo que fuera.

El populismo puro y duro es fundamentalista. La democracia no debería serlo. Macri no conoce bien las complejidades reales del sistema federal y tiende a pensarlo como piensa las relaciones dentro de su gabinete. Por lo tanto, apalabra gobernadores creyendo que ellos dirigen del mismo modo a quienes son senadores. En realidad, Macri es un dirigente centralizador. Preferiría no vetar la Ley de tarifas, pero actúa para que todo lo conduzca a vetarla.

Esta semana les dijo a los peronistas que no hicieran caso de las “locuras de Cristina”. Un insulto poco esperable de alguien educado en el Cardenal Newman, que no tomó en cuenta varias cosas: 1. Que los kirchneristas habían sido una presencia numerosa en el acto del viernes 25 de mayo. 2. Que no se caracteriza a un adversario político como chiflado. 3. Que ese adversario es más hábil en su respuesta y, ahora, además de Mmlpqtp, Macri cargará con “machirulo”. 4. Que se trata de una mujer que fue presidente de la república (no importa el juicio que se tenga sobre su gestión). Tantos errores juntos parecen el acto de un torpe. Me inclino a pensar, sin embargo, que esa torpeza es la consecuencia de la insensibilidad que caracteriza al sectarismo. Macri no tiene entrenamiento democrático y, pese al estilo afable, le sobra “seguridad de clase”.

Está convencido de que solo él (y sus fieles) conocen los caminos que debe seguir la Argentina para reparar los errores del gobierno anterior y, sobre todo, demostrar que se puede gobernar mejor. Para lo segundo, todavía le faltan pruebas. Se encierra en sus creencias y blinda su círculo. Por eso todo lo empuja hacia el fundamentalismo, porque sus soluciones, consideradas como si fueran las únicas, le parecerán siempre las mejores. También Cristina Kirchner se pensaba depositaria de un mapa de ruta inmejorable.

Macri presenta como decisiones inminentes temas importantes que exigen ser examinados: ahora le ha dicho al Ejército que ampliará sus áreas de incumbencia, atribuyéndole funciones que no figuran en las leyes sobre las cuales la Argentina llegó a un acuerdo después de la dictadura. No se preocupó por informar antes ni siquiera a sus seguidores de la UCR. Estas son las cosas que suceden cuando se desprecia lo que no se entiende. Los actos. El viernes 25 de mayo, el acto sobre la avenida 9 de Julio fue una evocación desvaída de un gran acto político. No subestimo el entusiasmo de los miles que saltaban y gritaban. Pero estaba ausente un contenido político fuerte y con capacidad organizativa. “La Patria está en peligro” no es una consigna sino una descripción de evocador tono poético. Sobre la ancha explanada, predominaba, junto a los jóvenes, una porción muy significativa de gente mayor de cuartenta y cincuenta años, señoras y señores conducidos por hijos y nietos, mujeres kirchneristas que me increpaban como si, por haber sido oposición en los años de Néstor y Cristina, yo hubiera perdido el derecho de ser oposición a Macri.

Asistí a casi todos los actos importantes de las últimas décadas. Para evitar el chiste fácil: esto no solo delata mi edad, sino la convicción de que hay puestas en escena que no se entienden bien en los planos de TV. Los grandes momentos de la política fueron escenas reveladoras: Alfonsín hablando desde el Obelisco con la mirada puesta en el Congreso; Menem llegando, todo de blanco, en un helicóptero que lo depositó, como si fuera Madonna, en la cancha de River; la asunción de Néstor Kirchner en 2003 y la ESMA en el 2004; muchos 24 de marzo donde todavía marchaban unidas las organizaciones; el primer acto contra la Resolución 125, de noche, en Plaza de Mayo, donde llegó D’Elía a hacer lo suyo. El último miércoles, la marcha de las organizaciones sociales que reclamaron un plan alimentario.

Nuestra cultura política está trenzada con esas imágenes. A cincuenta años del Mayo francés y 49 del Cordobazo, sería insensato despreciar la originalidad de esas movilizaciones. Quienes hoy evocan las manifestaciones parisinas de Mayo 68, no pueden pasar por alto los actos locales. Nada nos garantiza un desenlace. Y ésa es precisamente la inestabilidad de la política contemporánea. Inestabilidad, atomización, individualismo, son rasgos fluidos que se coagulan en las coyunturas electorales, si un candidato logra representar justamente esa ausencia de precisiones en la que navegan sus votantes.

En 2015, Macri capitalizó la antipatía que produjo el último gobierno de Cristina Kirchner y la tendencia aspiracional de los sectores medios. Por eso, no necesitó actos masivos de campaña. Sin embargo, dictaminar que los grandes actos ya no forman parte de los recursos de la política, parece un exceso. Sin duda, la ocupación física del espacio público ha perdido la trascendencia de hace medio siglo.

Pero si esto fuera todo, no se explica la razón por la cual políticos amigos de Macri, como Donald Trump, disputan sobre la cantidad de público en su acto de asunción como presidente. Si todo tuviera tan poca importancia, las cosas serían fáciles para quienes carecen de fuerzas movilizadas y practican la miniatura del cara a cara: “Salgamos a timbrear un rato, dale”. Incorporar el acto masivo a nuestro análisis político no es un signo de arcaísmo. Bien explicado, incluso Macri podría entenderlo, porque a él, como a millones, le gusta ver fútbol en la cancha. El aura de la política, del deporte y de la música todavía depende de esos frágiles vínculos físicos.

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