Opinión

AnálisisLas preguntas incómodas que Cristina Kirchner no puede responder

Cristina en Comodoro Py Fuente: LA NACION - Crédito: Fabián Marelli

Por Martín Rodríguez Yebra

El alegato del fiscal Luciani debilita a la vicepresidenta y deja en evidencia la fragilidad de sus explicaciones sobre los negocios de su familia durante los gobiernos de 2003 al 2015; el impacto en el Frente de Todos

No la absolvió la historia, como alardeó cuando enfrentó a los jueces. Tampoco la política. Cristina Kirchner constató en las últimas semanas tan tortuosas para ella que el poder es un escudo imperfecto y que el liderazgo mesiánico que ejerce funciona con la minoría intensa que acepta la sumisión religiosa a sus consignas.

El durísimo pedido de condena que presentó el fiscal Diego Luciani en el juicio del caso Vialidad (12 años de prisión e inhabilitación perpetua) desborda la dimensión jurídica y ahonda la fragilidad política de la fundadora del Frente de Todos, un proyecto electoral que tenía entre sus razones fundacionales limpiar para siempre su prontuario. Es un terremoto con muchas réplicas por delante y que condicionará la vida del peronismo al menos hasta la renovación presidencial de 2023.

El fracaso económico del gobierno de Alberto Fernández convirtió en papel mojado el evangelio exculpatorio del lawfare. La sociedad tiende a hacer la vista gorda con la corrupción cuando las cosas van bien; en las crisis la indignación pública se agiganta ante la mínima sospecha de un negocio espurio con los bienes del Estado.

Cristina experimenta en carne propia los efectos de esa transformación, mientras se resigna a apoyar en silencio el ajuste económico que aplica Sergio Massa, el mismo que en una vida no tan lejana prometía “meter presos” a los responsables de la corrupción de los primeros gobiernos kirchneristas.

No solo los índices de aprobación social de la vicepresidenta están en mínimos históricos. También la dirigencia peronista, que se resignó a seguirla en 2019 por el caudal de votos que ella era capaz de garantizar, sigue este proceso con especial incomodidad y pocas ganas de inmolarse en defender a Cristina como víctima de una conspiración universal entre Mauricio Macri, los grandes empresarios, periodistas, la embajada de Estados Unidos y el Poder Judicial casi a pleno.

El día en que se sentó ante el tribunal, Cristina Kirchner se bajó intempestivamente del estrado después de disparar acusaciones durante tres horas a quienes conducen el proceso. Los jueces interrumpieron su paso para consultarle si aceptaría ser interrogada. “¿Responder preguntas? preguntas tienen que contestar a ustedes”, les espetó. Aquel 2 de diciembre de 2019, días después de arrasar en las elecciones presidenciales con Fernández como mascarón de proa, se sentía eximida de dar explicaciones no solo a los jueces, sino también a la sociedad.

En esa tozudez radica la fragilidad de sus argumentos. Cristina ha sido incapaz de responder una pregunta de sentido común: ¿cómo explica que Lázaro Báez, amigo de Néstor Kirchner, pasara de empleado bancario a máximo contratista de la obra pública en Santa Cruz con una empresa que fundó días antes del inicio del primer gobierno kirchnerista? Y, a continuación: ¿por qué siguieron haciendo negocios privados con él mientras ganaba licitaciones multimillonarias del Estado nacional?

La historia de Báez es una mancha difícil de ocultar en la fábula idealista del kirchnerismo, que se ofrece como un movimiento político progresista y preocupado por los más desfavorecidos. Hablar de él es recordar que los Kirchner se hicieron empresarios hoteleros en el ejercicio de la Presidencia y que Báez les alquilaba habitaciones a granel, en una operación ruinosa para él y muy beneficiosa para el matrimonio Néstor-Cristina. Implica volver a ver los videos de los hijos de Báez contando montañas de dólares, entre risas y whisky, antes de mandarlos a cuentas cifradas en Suiza. Regresan las escenas del entierro de Kirchner, con Báez como maestro de ceremonias en el mausoleo que construyó para su amigo. Reaparece el fantasma de José López, el jerarca de la obra pública durante 12 años al que detuvieron en 2016 arrojando bolsos con millones de dólares en un convento.

El alegato de Luciani, por sobre todas las cosas, funcionó como un escandaloso recordatorio público de esas verdades incontrastables que Cristina y su hijo Máximo se empeñan en ocultar detrás de un griterío victimista.

La vicepresidenta acusó recibo de la avalancha de acusaciones del fiscal. Cuando pidió ampliar su declaración indagatoria esta misma semana, dejó en evidencia su urgencia por dar batalla en el terreno del relato. Desde 2019 machaca con eso de que “la condena ya la tienen escrita”. Pero el fiscal la descolocó con pruebas que no esperaba, como los chats de José López, y con una capacidad que no le atribuía para dominar durante tres semanas la agenda pública de la Argentina. “No puede dejarle la última palabra a Luciani ni volver a hablar recién al final del juicio, que puede ser dentro de cuatro o cinco meses”, explica una fuente del kirchnerismo. Si no la dejan exponer, lo hará en las redes sociales.

Los llamados a una “pueblada” (Bonafini dixit) y las denuncias conspirativas resultan insuficientes para detener el deterioro de la imagen vicepresidencial. Alberto Fernández se apuró a difundir un comunicado de “solidaridad”, en el que suscribe los argumentos persecutorios del kirchnerismo duro con una apenas disimulada frialdad administrativa.

Detrás de las cortesías, el debate que desvela al gobierno oficial de Fernández y al paralelo de Massa es cómo impactará en el ánimo de la vicepresidenta la situación adversa que empieza a configurarse en la causa (y que podría influir en los demás expedientes que tiene abiertos).

A Fernández le costó buena parte de su crédito con ella haber sido incapaz de imponer una reforma judicial que borrara del mapa las causas contra la jefa del Frente de Todos. Cristina asocia al Poder Judicial como un apéndice de la política y, por ende, una corporación permeable a los deseos de quien ostenta el poder real.  ¿Cuánto aumentará ahora la presión para que Massa logre resultados económicos rápidos y devuelva la expectativa electoral al oficialismo?

Acorralada por la posibilidad de una condena severa, Cristina buscará defenderse en las elecciones. Será candidata en 2023, por mucho que se agite el humo de una proscripción. Sus fieles la impulsan a que se presente a la presidencia, con la fantasía de una revancha política equiparable a la que persigue Luiz Inácio Lula Da Silva en Brasil. Ella juega al misterio, mientras se blinda en la provincia de Buenos Aires, donde pretende crear un feudo militante a salvo de las consecuencias del ajuste de las cuentas públicas que le encargó a Massa.

La cuestión de su inocencia queda relegada a un acto de fe. Se insiste desde su entorno en que Luciani no logró mostrar una sola prueba de la participación directa de Cristina Kirchner en actividades fraudulentas. “No apareció la ‘pistola humeante’”, alegan.

Está en sus seguidores darse una explicación a la deriva existencial de Báez, José López y otras figuras inefables de esta trama. Si lo consiguen, convivirán aún con otra duda inconfesable: ¿cómo pudo ser que la jefa todopoderosa no se enterara de nada de lo que ellos hacían?

 

Por Martín Rodríguez Yebra para La Nación

 

 

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