Opinión

AnálisisLa propensión del Gobierno a cometer «errores no forzados»

Por Sergio Berensztein

No evidenciaron su propensión a cometer errores tan evidentes como pueriles. Estas equivocaciones dejaron expuesto un rostro de aparente ingenuidad -perdonable en un alma buena como la del recordado Juan Carlos Pugliese («les hablé con el corazón…»)-, pero ciertamente inusual en un peronista experimentado como el Presidente. También, la necesidad de legitimar la política sanitaria implementada como consecuencia de la pandemia, en particular las cuarentenas estrictas, con comparaciones al menos poco rigurosas, sino abiertamente sesgadas. Mientras tanto, el laberinto en el que se metió a sí mismo con la fracasada oferta a los bonistas sugiere que la obsesión con la «sostenibilidad» podría tener más que ver con un asunto autorreferencial que con una cuestión económica (el monto a reestructurar representa un porcentaje irrelevante del PBI).

Sorprenderse de que en un contexto de gigantescos desequilibrios macroeconómicos, altísima inflación, creciente incertidumbre respecto de la situación de la deuda y ausencia absoluta tanto de un programa económico integral como de un equipo experimentado y coordinado, cualquier agente económico trate de resguardar de algún modo su patrimonio implica ignorar las reglas más básicas de la economía. El Presidente es lo suficientemente inteligente y vivió en carne propia incontables episodios de correcciones cambiarias, por lo que carecen de credibilidad sus sugerencias respecto de supuestas maniobras especulativas y de teorías conspirativas para explicar los compartimientos defensivos de quienes se sacan los pesos de encima.

Como en aquella memorable letra de Led Zeppelin, la canción sigue siendo la misma: sobran pesos y faltan dólares, ergo, el valor de los primeros se derrumba día a día. El cepo y cualquier otra medida intervencionista resultan irrelevantes: la combinación de incentivos y expectativas sugiere que lo menos malo que puede hacer un actor racional con sus pesos es deshacerse de ellos lo más pronto posible. Los «climas» los crean los gobernantes con sus decisiones, no los ciudadanos con sus reacciones. El Presidente puede elegir continuar su lógica autodestructiva y negar este abecé del manual de supervivencia criollo o elaborar un programa económico realista que sea implementado por un equipo con experiencia, versatilidad política y solidez técnica.

Todas cualidades que sí reúne el equipo de profesionales que Fernández convocó para que lo asesoraran en los caminos a seguir para enfrentar la pandemia del coronavirus. Sin embargo, en este aspecto el Presidente también cayó en sus propias trampas: apelar al sofismo y establecer comparaciones con países que fijaron estrategias diferentes a la nuestra -como su admirada Suecia, que envió una respuesta tan sutil e irónica como categórica- o Chile -que le valió efectuar una llamada de disculpas para reencauzar las relaciones- para justificar sus decisiones en materia sanitaria. En el caso del país trasandino, la comparación se vuelve abstracta pues seguimos testeando menos, aunque el número se incrementó por fin en las últimas jornadas.

De todas formas, los números reportados a diario por el Ministerio de Salud difícilmente se correspondan con la realidad: es esperable que haya una importante cantidad de asintomáticos (que darían positivo de someterse al test pero que, al no haber sido medidos, quedaron excluidos de la estadística) e incluso muertos asignados a otras causas. El entorno de asesores, conformado por expertos en salud, fue capacitado y entrenado para salvar vidas. Las estrategias que diseñan se basan en esa premisa: sus objetivos no son ahorrar dinero ni ser eficientes en el uso de los recursos. Tal vez recién ahora se cuestionen cuál es el costo de la cuarentena con criterios socioeconómicos, pues sus prioridades y premisas son otras. Los daños colaterales que generan estas medidas tan restrictivas y las consecuentemente crecientes presiones políticas, no obstante, están llevando a flexibilizaciones, tanto formales como de hecho. Con paradojas difíciles de explicar: estamos flexibilizando las restricciones justo cuando se acelera la tasa de contagios. Lo primero refuerza lo segundo.

«Si la realidad no convalida mi modelo, entonces la realidad no me sirve», me confesó en pleno colapso de la convertibilidad un por entonces joven y brillante economista conocido por su destreza en econometría y graduado con honores en la Universidad de Columbia. En rigor de verdad, los debates sobre modelos teóricos basados en un conjunto de supuestos difícilmente comprobables en la vida real entretuvieron a las ciencias sociales, incluida la economía, durante demasiado tiempo. Por eso tantos académicos (no solo en la Argentina) vieron frustradas sus aspiraciones cuando intentaron incursionar en el farragoso terreno de la política pública, que requiere enormes cuotas de versatilidad, pragmatismo y sentido común. Uno de ellos fue Joseph Stiglitz, titular del Consejo de Asesores Económicos entre 1993 y 1995, durante la presidencia de Bill Clinton. Luego de infinidad de pujas internas con Larry Summers, secretario del Tesoro, Stiglitz asumió como economista jefe del Banco Mundial, al que renunció a finales de 1999, cuando quedaba apenas un mes para finalizar su mandato, convirtiéndose en un feroz crítico del papel de las instituciones financieras internacionales, incluyendo a su empleador. Un dicho popular en el mundo universitario norteamericano es «Be cool, stay at school» («sé piola, quedate en la escuela»): a partir de entonces Stiglitz regresó a los claustros con el inigualable impulso de haber obtenido el Premio Nobel en 2001.

Uno de sus discípulos, Martín Guzmán, comparte su visión crítica de las concepciones ortodoxas que predominan en el variado ecosistema de Wall Street, a media hora de subte del Upper West Side de Manhattan, donde está localizado el imponente campus urbano de Columbia (de donde también egresó Hernán Büchi, al que algunos erróneamente denominan «Chicago Boy»). Tal vez por eso, o por querer aplicar a ultranza el concepto tripero de bypass, la oferta argentina a los bonistas precipitó un fracaso sin precedente en esta clase de reestructuraciones. Como claramente indicó Pablo Guidotti, es ilógico plantear una cuestión de sostenibilidad cuando lo que está en juego es un monto muy acotado medido en términos del PBI. «Demasiados adjetivos, pocos números», resumió un viejo lobo de la City porteña, sorprendido de que el Gobierno siga renuente a tener un plan económico con metas cuantificables. «Nadie espera que lo cumplan, solo que lo presenten para poder discutir sobre alguna hipótesis más o menos objetiva».

Si además se incluyen las habituales gaffes de la política exterior, como las cometidas en relación con el Mercosur, los «errores no forzados» tienden a constituir una de las características que mejor definen a la administración Fernández. La lógica de la pandemia y sus hasta ahora sólidos números en materia de opinión pública tienden a opacar el inevitable impacto que tendrán en términos económicos, políticos y sociales. La volatilidad cambiaria señala el camino: los mercados (a pesar de y gracias a los que se niegan a aceptar sus reglas) siempre se adelantan.

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