Opinión

AnálisisLa censura

Por Carlos Saravia Day

NDLR: Frente a la reaparición, tanto en el país como en Salta, de ideas e iniciativas que buscan “observar” la actividad periodística o a la prensa en general, cobra actualidad y vigor una nota, que bajo el mismo título que la presente, fue publicado en 2009 en el libro Notas Desparejas, de Carlos Saravia Day, en ocasión de una embestida en ese mismo sentido, contra la libertad de expresión, de la entonces Presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, por lo que consideramos conveniente y oportuno reproducirla.

Este es el texto completo de la nota mencionada:

La Censura

Contra la discriminación, es la invitación que hizo la presidenta. Iniciativa a la que describió como una “tarea de vigilancia” sobre la prensa.

El término observatorio es definido por el diccionario como “posición que sirve para hacer observaciones meteorológicas o astronómicas”.

En éste caso, las observaciones no están dedicadas a anunciar los cambios climáticos, ni a describir la aburrida repetición de las leyes de la mecánica celeste, ni siquiera a anunciar el ocasional vagabundeo de los planetas (paseantes sin itinerario fijo), que esto significa planeta.

La pupila del observador se detiene cuidadosa en las opiniones de la prensa, que primero interpreta y después analiza. Es el ojo del Estado que con mirada única evoca en el mito de la Odisea al cíclope Polifemo, irremediablemente tuerto y desconfiado, o también recuerda la prolijidad inquisitorial del teólogo que, con su exégesis casuística, clasificaba opiniones y libros que cuando no coincidían con el dogma, los remitía al índex y a sus autores a la hoguera.

Es precisamente entonces donde asoman los primeros humos de la censura, que son humos de intolerancia y no de incienso.

Al medio, entre la libertad y el miedo, el observatorio propuesto se ubica como metáfora discreta, para invadir lo que la Constitución garantiza como invulnerable mandato: la libertad de pensamiento y su necesaria consecuencia la libertad de expresarlo, son derechos que están “exentos de la autoridad de los magistrados”, como reza nuestra Constitución Nacional.

“Para mí, todas las constituciones habidas y por haber se pueden reducir a un solo artículo” –sostiene el ensayista español Pérez de Ayala- y agrega: “en ningún caso ni circunstancia alguna por grave que se estime, será mermada y menos suprimida la libertad de opiniones emitidas por la letra impresa”. Habría que añadir: oral o televisiva.

El observatorio no hace más que identificar el orden público con el supuesto prestigio del gobernante, cosa que significaría otorgar un bill de indemnidad al gobierno, para proteger o enmascarar sus errores.

Mas grave resulta aún dejar librada la responsabilidad al anónimo burócrata que, por el origen de su designación y destino, se ve compelido a cumplir con órdenes superiores.

“Aunque la eficacia de la censura dependa en última instancia del poder jurídico del Estado para prohibir o mutilar la libertad de expresión –dice el reconocido filósofo Carlos Cossio-, no se capta de verdad su modo de actuar, sino se tiene en cuenta el eficaz carácter intimidatorio, es decir el hecho llamado precensura”.

La vigilancia propuesta por el gobierno enerva la libertad de pensar y expresarse, al sentirse el medio de prensa vigilado por el ojo del poder, lo que trae como consecuencia la autocensura.

El límite preventivo, facultad que se pretende atribuir al observatorio, es el eufemismo que oculta la censura, antes o después, a través de la velada amenaza.

El piso de marcha de la libertad de expresarse está orientada por la célebre máxima del periodista Scott: “Los hechos son sagrados y la opinión es libre”. Por lo que cualquier observatorio equivale a censura y en consecuencia está de más.

Así como el gobierno estima todo problema político como problema de autoridad, también así lo entendió en lo económico, cuando quitó toda credibilidad a los índices económicos oficiales.

Por ahora no se puede enjuiciar la gestión económica del gobierno. Se carece de datos fidedignos para hacerlo, la censura de los índices económicos quitó crédito al gobierno y al  hablar de crédito, se lo hace pensando no sólo en el crédito moral sino también en el económico de la nación.

Lo que antes eran datos económicos ciertos, que proporcionaba con regularidad el INDEC, hoy han sido sustituidos por un cúmulo de curiosidades lícitas aunque frustradas, de los no menos frustrados y siempre legítimos deseos de conocer, opinar e influir en los destinos nacionales.

Primero se empieza cavilando, imaginando hechos y construyendo hipótesis maliciosas (hijas putativas de la censura).

Cuando la información oficial no  es veraz es desplazada por el rumor siempre malicioso, elevando la hipótesis al rango de verdad y al rumor a la categoría de certeza. Allí aparece muchas veces el político apocalíptico o el economista catastrófico con negros vaticinios.

Es el ambiente moral difundido el que da por el suelo con el crédito en ambos sentidos. Es un estado de opinión impreciso, vago, de zozobra al porvenir. ¿Este estado de ánimo tiene fundamento? Ninguno concreto, ninguno cierto a no ser la propia incertidumbre creada por el propio gobierno, que no acierta a hacer pie firme. Es un estado de misterio, de andar con los ojos vendados, a tientas.

El crecimiento económico se ha detenido, concretamente por la falta de inversión y el capital, como se sabe, es lo más cobarde (por eso cuando está seguro es fanfarrón y cruel) no viene. Y el capital nacional, ya tenemos experiencias, se comporta con olfato de perro podenco: pronto gana la frontera furtivamente y huye al extranjero.

De esta forma la censura vigorosa, tanto política como económica, impuesta a través del silencio coercitivo ha perjudicado el crédito del gobierno, y lo que es más grave, el crédito interior y exterior de la nación.

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