Opinión

Análisis La carta documento de Cristina Kirchner a Alberto Fernández

Por Carlos Pagni

lberto Fernández prometió amoldar su gobierno a las exigencias de la coalición que lo puso en el poder. Esa ha sido la excusa para un sinfín de zigzagueos y contradicciones que desdibujan su administración. El resultado de esa estrategia es cuantificable: la brecha cambiaria supera el 100%, las empresas argentinas pierden valor en Buenos Aires y Nueva York, y el riesgo país tocó los 1490 puntos básicos, es decir, 400 más que los que registraba el día en que se cerró el canje de la deuda. La consecuencia de esa radiografía es inexorable. Los socios de la alianza a la que Fernández dice homenajear con su gestión compiten por diferenciarse del fracaso. Sobre todo, los que tienen votos que cuidar. El adelantado, como siempre, fue Sergio Massa. El lunes la corrida se agravó. Se distanció la vicepresidenta. Fernández, que para el aniversario de Néstor Kirchner esperaba una carta de amor, recibió una carta documento. La consagración simbólica de ese movimiento se produjo en los homenajes al líder fallecido. Su viuda no aceptó la invitación del Presidente. Y el hijo, Máximo Kirchner, prefirió recordarlo, con otros militantes de La Cámpora, inaugurando un mural en la cava de Villa Fiorito. Fernández quedó solo, en el Correo, con la estatua repatriada de Ecuador.

El pronunciamiento de Cristina Kirchner cobija tres mensajes centrales. El primero se podría sintetizar así: «Yo no soy el obstáculo. Fui la posibilidad». Como suele ocurrir, ella se autocelebra recordando lo que tuvo que resignar para que el peronismo volviera al poder. Entre otras cosas, aceptar la convivencia con quienes prometieron meter presos a sus compañeros: Massa. Y a quienes escribieron libros contra ella: Vilma Ibarra y Matías Kulfas. Fernández tomó nota y anteayer se exhibió con Ibarra y Massa, a los que invitó a almorzar. De Kulfas nadie se hace cargo. Tal vez porque su aporte a la bibliografía no fue tan exitoso. La señora de Kirchner, igual, lo tiene en el fichero.

El segundo planteo es muy sintético: «El que gobierna es él». Podría haberlo aclarado cuando Fernández volaba en las encuestas. Sin embargo, llegó en el momento «menos» oportuno. Cuando el Presidente encamina al país hacia el centro de una gran tormenta. La carta alude a funcionarios y funcionarias que no funcionan. El femenino es más que un obsequio a la perspectiva de género. En la intimidad del kirchnerismo tiene nombre y apellido. No es María Eugenia Bielsa, señalada por los pícaros de Olivos. Es Marcela Losardo. Cristina Kirchner no tiene, gracias a Dios, problemas de vivienda. Su vía crucis está en los tribunales.

En la página web de la vicepresidenta, al lado de la declaración del lunes, aparece un texto del 25 de agosto, que debe ser tomado como antecedente. Es el comienzo de la separación. Losardo es el alter ego del Presidente para la agenda judicial.

A Losardo, como a otros integrantes del gabinete, la vicepresidenta le reprocha filtrar imputaciones en la prensa contra el Instituto Patria, que sería el causante de los fracasos o las decisiones antipáticas. Son los que Amado Boudou definió, con una expresión que haría sangrar los oídos de Elizabeth Gómez Alcorta, «los machos del off». La frase «el que manda es el Presidente y si alguien te quiere hacer creer lo contrario preguntale qué interés lo o la mueve» está dirigida a los periodistas que aceptan esas explicaciones. Cristina Kirchner sospecha que Fernández cultiva una alianza con algunos medios para hacerla responsable delante de la opinión pública de sus propias frustraciones.

El tercer mensaje es el más novedoso: el problema del dólar es histórico y no tiene solución sin un acuerdo entre todos los sectores de la vida nacional. La explicación sobre la presión cambiaria que ofrece la vicepresidenta difiere de la del Gobierno. En especial de la de Martín Guzmán. Él pide que el público ahorre en pesos. Pero ella admite que para proteger el patrimonio o el salario no queda otra opción que comprar dólares. Lógico: los mismos Kirchner son un ejemplo. Otro detalle: en disonancia con lo que piensan muchos funcionarios, entre ellos, el Presidente, Cristina Kirchner no adjudica los movimientos de la divisa a conspiraciones desestabilizadoras. Compran los trabajadores, los importadores y también los especuladores, dice. Se ubicó más al centro que Fernández.

Para el ministro de Economía esta presentación de los hechos es un desafío mortificante. Guzmán está desesperado por frenar la caída de reservas. Lo demuestra al tomar un altísimo riesgo penal con la emisión de bonos atados al dólar, que constituyen un muy audaz seguro de cambio.

La propuesta de un entendimiento general no está dirigida a Guzmán, sino a Fernández. La reacción inicial de cualquier lector es detectar una incoherencia. Se recomienza un acuerdo con aquellos a los que, en la misma carta, se señala como los diabólicos causantes de todos los problemas. El macrismo, sectores del empresariado e, infaltables, los «medios hegemónicos». Más: llama a una conciliación, pero no puede nombrar a Tato Bores, porque su hijo la satiriza desde sus brillantes notas en Clarín. Esa incongruencia es superficial. Porque Cristina Kirchner no está sugiriendo un programa. Está deponiendo una supuesta dificultad. Su liderazgo, como todo liderazgo populista, se basa en el conflicto. El modo en que ella delimita a su propio grupo es la confrontación. El kirchnerismo es mucho más impreciso en definir aquello a lo que adhiere que aquello contra lo cual pelea. Lo que la vicepresidenta expresa es que ella aceptaría suspender esas rivalidades para que Fernández pueda superar los desafíos de una economía bimonetaria. La pretensión es siempre la misma: que si el barco se estrella contra el iceberg, no se le reproche a ella haber impedido girar a tiempo.

La carta de Cristina Kirchner aceleró una película que el Presidente imaginó en cámara lenta. Su núcleo más cercano produjo movimientos destinados, según sus autores, a dotar a Fernández de autonomía frente a quien lo había designado. En la lista figura la celebración del 17 de octubre con gobernadores y sindicalistas. La firma de un compromiso multisectorial de 10 obviedades infantiles. La entrevista con Paolo Rocca, a quien el kirchnerismo a ultranza confunde con el presidente de un partido opositor. Y, sobre todo, la adhesión a las denuncias contra Nicolás Maduro por violaciones a los derechos humanos, formuladas en las Naciones Unidas. Este episodio tiene derivaciones de primera magnitud, porque afecta las relaciones con los Estados Unidos y, por esa vía, la posibilidad de un acuerdo con el Fondo. Así se explica el memorándum que circula en la Cancillería, atribuido a Eduardo Porretti, el encargado de Negocios de la embajada en Caracas. Se trata de una decena de afirmaciones con sus correspondientes refutaciones. Además de defender los informes de Michelle Bachelet y de la misión sobre derechos humanos enviada por la ONU, en ese memo se lee: «El gobierno chavista no es ilegítimo porque fue votado por el pueblo. Falso: por fuera de la parcial legitimidad de origen (en elecciones cuestionadas), el chavismo es un régimen político híbrido que no respeta los DD.HH. de primera generación (civiles y políticos), ni los derechos humanos de segunda generación (económicos, sociales y culturales). Cuando no dirige directamente la represión desde el Estado, permite el accionar de bandas paraestatales que asolan a la población».

La misiva de Cristina Kirchner pretende desbaratar lo que ella considera la narrativa de Olivos. Si el Gobierno se movía con mucha prudencia porque debía vencer las resistencias que ella interponía, ahora levantó cualquier barrera. «Que el Presidente haga lo que quiera. Incluso un acuerdo de política económica con aquellos que son mis enemigos». Se trata de dejar solo a Fernández. Como en el Correo.

La respuesta inicial de la oposición es no hablar. Y, sobre todo, disfrutar que se discuta si la carta fue a favor o en contra de Fernández, debate que cuenta con la inesperada participación del propio Fernández. De no creer, diría Roberts. En Juntos por el Cambio atesoran un activo: la convicción de que la de Fernández es una gestión de propensión autoritaria que terminará contaminando a quien se le acerque. Macri es el más adherido a esta caracterización. Sus dificultades para hablar de economía lo obligan a subrayar el déficit institucional.

La decisión de la Corte Suprema
En este contexto se entiende la expectativa de la oposición sobre el fallo de la Corte por el traslado de los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli. El tribunal se ha venido demorando. Tampoco se sabe si lo tratará hoy. El único efecto de estas postergaciones ha sido, hasta ahora, deteriorar todavía más el trato entre algunos de los jueces, que han llegado al extremo de injustificadas imputaciones personales. La única certeza, para adoptar la lógica vicepresidencial, es que Carlos Rosenkrantz se mantendrá en la posición que fijó en la Acordada 4 de marzo de 2018: si un juez es transferido a otro cargo, dentro de la misma especialidad y la misma jerarquía, no hace falta que vuelva a concursar ni a pedir el acuerdo del Senado.

Ricardo Lorenzetti, Juan Carlos Maqueda y Horacio Rosatti fueron más restrictivos, tanto en esa acordada como en la 7, de abril de aquel año. Allí sostuvieron que si hay un cambio de competencia, jurisdicción -de la nacional a la federal- o jerarquía, se debía pasar de nuevo por el trámite previsto en la Constitución. En el caso específico de Bruglia, por el que se los consultó, dijeron que estaba bien designado. Y que, por lo tanto, no debía ni concursar ni pedir un nuevo acuerdo porque ya había cumplido esas condiciones. Para ser más claros, en el apartado VIII de esa acordada, especificaron que existen otros tipos de trasladados que deberían cesar en sus puestos cuando estos fueran cubiertos por jueces que sí pasaron por el concurso y el acuerdo senatorial. Quiere decir que convalidaron la situación de los tres magistrados en un doble sentido: señalando que estaban bien designados y discriminándolos de quienes no lo estaban.

Este encuadramiento dificulta ahora lo que podría ser una salida intermedia: determinar que Bruglia, Bertuzzi y Castelli están bien designados, pero que, aun así, los cargos deben cubrirse de nuevo por jueces concursados y con acuerdo para esas posiciones. Lorenzetti, Maqueda y Rosatti deberían justificar la variación respecto de sus anteriores pronunciamientos administrativos. Elena Highton, mucho más. Ella coincidió con Rosenkrantz. Se presume que ahora lo hará con Lorenzetti.

La discusión jurídica está empañada por un dilema político. Los jueces deben elegir si satisfacen las expectativas de un sector de la sociedad, el que más atención presta a este pleito, que cree que modificar lo expresado en 2018 significa someterse a los dictados del kirchnerismo y su pretensión de impunidad; o si, en cambio, frustran esas expectativas para no convertirse en los verdugos de un gobierno frágil, al que algunos de ellos pueden sentir, en su intimidad, como propio.

Las contradicciones judiciales plantean otra encrucijada, esta vez para la oposición. ¿Conviene aceptar la candidatura de Daniel Rafecas como jefe de los fiscales, que impulsa el Presidente? ¿O es mejor mantener la intransigencia, aunque eso signifique que el peronismo reduzca la mayoría necesaria para la designación e imponga un procurador que actúe con espíritu faccioso? Por ejemplo, la santiagueña Indiana Garzón. Desde hace meses, Elisa Carrió recomienda lo primero. Gran parte de Juntos por el Cambio se inclina por esa posición: aceptar el «mal menor» de un funcionario que, más allá de algunos cuestionamientos específicos, se ha mantenido al margen de los vicios que enchastran a Comodoro Py. Macri lidera la posición más dura. Sostiene que pactar sobre cuestiones institucionales con Fernández es traicionar a los simpatizantes de su fuerza. Esa obstinación es festejada, por otras razones, por algunos gestores de Macri en el ambiente judicial. En especial, el binguero Daniel Angelici, cuya mano derecha, Darío Richarte, está enfrentado con Rafecas desde hace varias reencarnaciones.

Este paisaje demuestra que el acuerdo que propone Cristina Kirchner tiene un carácter hipotético. Ella está también ante un dilema de casi imposible solución. La receta que le permitió ganar las elecciones garantiza la frustración de la gestión. Programó a un presidente débil. Alguien tan dócil que aceptó ser postulado por un tuit. Ahora se sorprende de que ese colaborador no realice un buen gobierno. Lo acusa de un pecado muy sofisticado: hacerse el títere. Su drama es haber violado una regla espacial de la política que suele formular Julio María Sanguinetti: el poder siempre está arriba; en casos excepcionales, puede estar afuera; nunca puede estar abajo».

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