Cultura

Historia Juan Bautista Alberdi: «Nuestro pueblo muere de hambre de instrucción, de sed de saber, de pobreza de conocimientos»

Por Adrián Pignatelli

Nació en el año de la Patria, el 29 de agosto de 1810 en San Miguel de Tucumán, en una casa justo frente a la plaza principal. En el solar que ocupaba, hoy sólo queda una placa, ya que la vivienda con el correr de los años tuvo usos disímiles hasta que se demolió.

Su madre, Josefa Rosa de Aráoz de Valderrama, una mujer alta, delgada, rubia, nunca pudo recuperarse del parto y falleció meses más tarde. Lo crió su padre, Salvador Alberdi, un vizcaíno amigo de Manuel Belgrano.

Salvador se dedicaba al comercio y fallecería cuando Juan Bautista tenía 11 años. Era de contextura baja, debilucho y sus cuatro hermanos siempre estuvieron pendientes de él.

Gracias a una beca, ingresó en 1824 en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires. Pero el joven Alberdi, al cuidado de su hermano y tutor Felipe, pidió abandonarlo por los atajos pedagógicos de enseñanza, basados en los castigos corporales y los encierros. El rector había evaluado que Juan Bautista tenía una especial aversión por los estudios y que solo le atraía la música.

 

Lo emplearon como dependiente en la tienda de Moldes, viejo amigo de su padre. En sus momentos libres, era visto con un libro –el ensayo histórico Las ruinas de Palmira, del Conde de Volney fue el primero que cayó en sus manos y de ahí Jean-Jacques Rousseau y demás pensadores- y también se daba tiempo para estudiar música y componer. Solía usar el piano de Mariquita Sánchez de Thompson, aquel donde se ejecutó por primera vez el Himno, ya que por un tiempo vivió en una habitación de su casa que ella le alquilaba.

En una oportunidad que cayó enfermo, una de sus tías le prohibió tomar los medicamentos prescriptos. Le aconsejó dejar los libros, que tomase aire y que fuera a los salones de baile. «Ese fue el origen de mi vida frívola en Buenos Aires», dejaría escrito.

Si bien en 1831 ingresó a la Universidad de Buenos Aires a estudiar Leyes, no soportó el espeso clima que se vivía en la ciudad por el rosismo. Intentó continuarlos en la Universidad Nacional de Córdoba.

Pudo tener un sorprendente padrino cuando, con una carta de recomendación, se presentó ante Facundo Quiroga, que vivía entonces en Buenos Aires. Alberdi deseaba progresar en la ciudad, pero el riojano lo animó a continuar sus estudios en Estados Unidos, que él se haría cargo de los gastos. Ya con las valijas hechas, casi con un pie en el muelle, el joven tucumano se echó atrás.

El Salón Literario

No era Buenos Aires la adecuada para mentes como la de Alberdi. Ya pertenecía a un grupo de intelectuales como lo eran Juan María Gutiérrez, Marcos Sastre, Vicente Fidel López, Esteban Echeverría y Miguel Cané, entre tantos otros, los que fundarían el Salón Literario.

Lo que en un comienzo fueron charlas relacionadas al arte, la literatura y la música rápidamente se volcó hacia cuestiones más políticas y más peligrosas para discutir bajo la mirada rosista, que todo lo percibía. Como así lo entendieron, fue en la clandestinidad que formaron la Asociación de la Joven Generación Argentina, que le haría erizar los cabellos al federal menos fanático.

 

Abogaban por las ideas liberales, volver a los ideales de Mayo, terminar con la dicotomía entre unitarios y federales y establecer un gobierno constitucional. Nacía la Generación del 37.

Sin embargo, sus primeros trabajos fueron sobre música, entre los que se destacan El espíritu de la música y Ensayo sobre un método nuevo para aprender a tocar el piano con la mayor facilidad. El obispo de Tucumán lo describiría como «joven de modales finos, de talento soberano, el Rossini tucumano».

 

En 1838 Alberdi se exilió en Uruguay y a través de sus notas periodísticas criticaba a Juan Manuel de Rosas. «Me expatrié voluntariamente por no tolerar la tiranía». No tenía su título universitario por negarse a prestar juramento de fidelidad a Rosas. Terminaría recibiéndose en el país oriental.

Había dejado ya los mensajes velados que, ingeniosamente, colaba en La Moda, una publicación semanal dedicada a la música, la poesía, la literatura, que editó por algún tiempo en 1837, y donde sus notas las firmaba como «Figarillo», ya que era un admirador de Fígaro, el famoso personaje de ficción.

Las Bases

En 1842 publicó El gigante Amapolas y sus formidables enemigos, o sea fastos dramáticos de una guerra memorable, una obra de teatro satírica, que criticaba tanto a federales y a unitarios y que le reclamaba a los políticos no saber cómo derrotar a Rosas. Pudo abandonar la ciudad sitiada de Montevideo y en 1843 viajó a Europa.

Tuvo dos encuentros con el general José de San Martín, a quien encontró lúcido y vital. Ese año se estableció en Chile, donde ejerció como abogado y escribía artículos para los diarios. En la nación trasandina escribió la Memoria sobre la conveniencia y objetos de un Congreso General Americano, que debería ocuparse de fijar los límites de los países del continente.

 

Alberdi entendió que la caída de Rosas en febrero de 1852 debía ser el inicio de la reorganización nacional y que se debía recuperar el tiempo perdido. En mayo editó Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. En una de sus cartas, diría que «las Bases son un escrito ligero, hecho en 20 días de ocio en el feriado».

El trabajo fue recibido por Justo José de Urquiza como caído del cielo. Las Bases harían honor a su nombre, y parte de su contenido servirían para elaborar la Constitución de 1853. En julio, editó una segunda edición, en la que incluyó un proyecto de Constitución.

«Gobernar es poblar», insistía. «El tipo de nuestro hombre sudamericano debe ser el hombre formado para vencer al grande y agobiante enemigo de nuestro progreso: el desierto, el atraso material, la naturaleza bruta y primitiva de nuestro continente».

Polémica con Sarmiento

Mantuvo una feroz polémica con Domingo Faustino Sarmiento. Había alabado el trabajo de Alberdi, pero había puesto el grito en el cielo al ser desoído por Urquiza quien, según aquel, no había desarmado el aparato rosista, mantenía a algunos viejos funcionarios del régimen depuesto y se entendía con los caudillos federales del interior.

Cuando el sanjuanino volvió a exiliarse en Chile, acusó a Alberdi de ser un agente de Urquiza. En realidad, Alberdi consideró que el sanjuanino atacaba injustamente a Urquiza en el libro La Campaña del Ejército Grande.

Desde el poblado chileno de Quillota escribió un folleto titulado Cartas sobre la prensa y la política militante en la República Argentina, en el que criticaba duramente el libro de Sarmiento. Pasaría a la historia como Cartas quillotanas.

El sanjuanino, enfurecido, le respondió con cinco folletos que llamó Las ciento y una y nuevamente el tucumano contraatacaría con Complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina. Se dijeron de todo.

En un profundo debate sobre el rol de la prensa, Alberdi le marcó a Sarmiento los errores en los que había incurrido; éste fue más vehemente llamándolo, por ejemplo, «perro de todas las bodas en política», «tonto estúpido», «alma y cara de conejo».

«Nuestro pueblo carece de educación»

Otra de las obras claves fue el Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina y de la integridad argentina bajo todos los gobiernos, en el que defiende el nacionalismo económico, fustiga los impuestos confiscatorios y llama «malversación» a los gastos excesivos del gobierno.

Escribía que «nuestras capitales ociosas eran escuelas de vagancia, de donde salían, para desparramarse en el resto del territorio, los que se habían educado entre las fiestas, el juego y la disipación, en que vivían envueltos los virreyes, corruptores por sistema de gobierno. Nuestro pueblo no carece de pan, sino de educación, pues aquí tenemos un pauperismo mental. Nuestro pueblo argentino muere de hambre de instrucción, de sed de saber, de pobreza de conocimientos prácticos en el arte de enriquecer».

Reconocimiento de España

Fue nombrado, en 1855, encargado de negocios de la Confederación Argentina ante Francia, Gran Bretaña, España y la Santa Sede. En octubre de 1857, en Inglaterra, tuvo un encuentro con Juan Manuel de Rosas, quien le manifestó que lo que poseía para vivir se lo debía a Urquiza. Le sorprendió que hablase inglés, dice que lo hacía mal, pero sin detenerse.

El 29 de abril de 1858 lograría el reconocimiento de España de la Confederación y firmaría dos tratados sobre comercio y navegación.

Escribiría que «por el primero, España renuncia al territorio de la República Argentina que fue colonia; por el segundo, lo recupera como mercado libre».

 

Su suerte cambió cuando Urquiza fue derrotado en Pavón, y Bartolomé Mitre lo despojó de su cargo y los años de sueldos que le adeudaban quedaron en el limbo eterno. Su único ingreso fue un alquiler de una propiedad que poseía en Chile.

Cuando estalló la guerra de la Triple Alianza, fue un férreo defensor del Paraguay. Algunos creyeron que su libro El Crimen de la Guerra, de 1870, fue un alegato contra este conflicto bélico, aunque se refería a las guerras en Europa.

Ultimos años

Regresó a Buenos Aires en 1879 cuando obtuvo una candidatura a diputado nacional. Fue vicepresidente del cuerpo. Cuando la Facultad de Derecho lo homenajeó en mayo de 1880, afirmó que «la omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual». Sus Obras completas serían editadas a instancias del presidente Julio A. Roca.

Cansado y solo, hizo las valijas y nuevamente se radicó en Francia. Débil y enfermo, fue internado. Aún conservaba gran parte de su pelo lacio, ya canoso. Moriría cerca de París el 19 de junio de 1884.

El presidente Miguel Juárez Celman dispuso la repatriación de sus restos en 1889, que llegaron a bordo del vapor Azopardo. Fue depositado en el cementerio de la Recoleta, aunque hace algunos años sus cenizas descansan en la casa de gobierno de Tucumán, su tierra natal. Está en su Patria, que para él «es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizados en el suelo nativo, bajo su enseña y con su nombre».

Fuente Infobae

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