Opinión

Análisis En la emergencia deben primar el diálogo y el sentido común

Por Sergio Berensztein

Hizo falta una derrota electoral estrepitosa y que el tipo de cambio alcanzara un valor seis veces superior al vigente cuando asumió la presidencia en diciembre de 2015 para que Mauricio Macri accediera a constituir una Mesa de Acción Política. ¿Será efectivo este intento tardío de contener una situación complejísima que tanto para actores internos como, en especial, externos implica una inminente crisis de gobernabilidad, incluido un nuevo default de la deuda? Solo el tiempo permitirá responder este dramático interrogante. Se trata de, por lo menos, el sexto episodio crítico que vive la Argentina en los últimos 44 años. Que nos estrellemos recurrentemente contra el mismo paredón pone de manifiesto una notable incapacidad para aprender de los errores y modificar los comportamientos (y las políticas) que nos llevan al mismo desastre.

Cada vez que se combinaron grandes desequilibrios macroeconómicos (altos déficits fiscales y/o comerciales), corridas cambiarias o bancarias y riesgos de default con el debilitamiento de la autoridad política, nuestro país experimentó crisis sumamente agudas, con cambios políticos incluidos. Ocurrió con el «Rodrigazo» (1975) y la caída de Isabel Perón en marzo del año siguiente. También en ocasión del fin de la dictadura militar en 1983. La hiperinflación y la violencia política precipitaron la salida de Alfonsín cuando comenzaba el invierno de 1989. Y todos tenemos presente el colapso del gobierno de la Alianza en el ocaso de 2001, que derivó en una crisis sistémica profunda de la que el país aún no logró recuperarse cabalmente. Hubo un episodio que se encaminaba a terminar muy mal, pero pudo evitarse precisamente gracias al shock de legitimidad brindado por las urnas: la crisis del tequila, interrumpida gracias a la contundente reelección de Carlos Menem el 14 de mayo de 1995.

El principal desafío de esta hora, por lo tanto, es la cuestión de la gobernabilidad, un tópico característico en una Argentina donde, como argumentamos con Marcos Buscaglia en Por qué fracasan todos los gobiernos (Ateneo 2018), los problemas de diseño institucional condenan al país a esta perversa dinámica de crisis recurrentes. Se destacan problemas con el federalismo, el sistema electoral y la eficiencia del aparato del Estado. Existen por supuesto otros aspectos constitucionales que valdría la pena revisar, como la naturaleza hiperpresidencialista del Poder Ejecutivo, pero todos los días nos encontramos con evidencia contundente de las externalidades negativas que producen esas tres esferas institucionales. Así, la mayoría de los gobernadores está ahora en pie de guerra para defender parte de los recursos provenientes de la coparticipación. Más aún, la cuestión del precio de los combustibles disparó una presentación ante la Corte Suprema por parte de Neuquén y Río Negro. ¿Pudo haberse evitado este conflicto con una ronda de consultas para que el gobierno nacional explicase la naturaleza de esta nueva emergencia? Paradójicamente, Macri termina su gobierno enfrentado con las provincias a las que transfirió a lo largo de su mandato muchísimos más recursos que sus predecesores.

La cuestión electoral también define la agenda de estos días. Al margen de las típicas irregularidades y de las consecuencias perversas de la lista sábana, tuvimos antes de las primarias una serie de especulaciones y denuncias preventivas sobre la transparencia del recuento provisorio que quedaron en la nada por la contundencia del resultado. Por otra parte, el método de las PASO quedó nuevamente desacreditado, y no solo por haber disparado este inesperado debilitamiento de la autoridad presidencial sin que se haya constituido un liderazgo legítimo alternativo. Al margen de que no hubo competencia alguna por cargos relevantes y del elevado costo de su realización, exhibieron la debilidad del tejido partidario y la inestabilidad de los espacios electorales. De hecho, las tres fuerzas más importantes en la elección de 2015 (Cambiemos, FPV y Frente Renovador) no compitieron como tales en esta última.

Finalmente, la incapacidad del Estado y la consecuente disfuncionalidad de los gobiernos constituyen un problema endémico que nadie logró ni siquiera morigerar. Macri termina su gestión con un inventario escuálido en materia de reformas, en especial cuando se analiza el funcionamiento del aparato del Estado.

Macri será tal vez recordado por aquel apasionado grito «no se inunda más», con el cual amenizó un tramo de su insulsa campaña. Sus constantes referencias al ámbito local y a un sujeto por definición despolitizado como «los vecinos» refuerzan esa peculiar concepción de la acción de gobierno, en la que la política está ausente o tiene a lo sumo un lugar marginal.

Un vecino tiene requerimientos puntuales de gestión, cosas que se pueden resolver. Un ciudadano, por el contrario, tiene derechos, demandas, ideales, visiones del mundo, aspiraciones, proyectos de vida. Se trata de aspectos materiales y simbólicos, de necesidades a menudo básicas que intenta satisfacer. Los ciudadanos son también contribuyentes que en muchos casos se sienten asfixiados por una presión tributaria exorbitante que, recién luego de la derrota del pasado 11 de agosto, Macri decidió descomprimir. ¿No era acaso el déficit cero el único camino para evitar la crisis y promover el desarrollo sustentable? Si se podía aliviar un poco la carga fiscal, ¿por qué no se hizo antes? ¿Hubo un componente de rebelión fiscal silenciosa en la avalancha de votos que catapultaron a Alberto Fernández a un paso del sillón de Rivadavia?

Si ese fuera el caso, al próximo gobierno le espera un panorama endiablado. Con una sociedad llena de demandas, agotada de pagar impuestos y afectada por una recesión que corona largos años de estancamiento y frustración. Con un mundo turbulento y más que desconfiado, en particular los mercados financieros, que descuentan un nuevo y masivo default.

La Argentina ya consumió un porcentaje enorme de la generosa colaboración del FMI (es decir, los principales países de Occidente) para evitar esta crisis que, una vez más, nos explotó en las narices. ¿A quién más podremos convencer de que merecemos más ayuda? ¿Con qué argumentos? Para peor, nuestra clase dirigente se acordó demasiado tarde de que era necesario hacer mucha y buena política, explicar los desafíos con sus costos y beneficios (en lugar de afirmar ex post que «pasaron cosas»), dialogar, dialogar y dialogar y, por supuesto, tomar decisiones como resultado de un consenso amplio, respetuoso y sustentable, en vez de dejarse llevar por los prejuicios, la arrogancia, la ingenuidad y una visión simplista y cartesiana de la realidad política.

Fuente La Nación

 

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