Opinión

Análisis En el plano electoral al Frente de Todos le va bien donde a la Argentina le va mal

Por Sergio Berensztein

Parece mentira, pero las especulaciones sobre el próximo turno electoral están instaladas en el sistema político. No se debaten cuestiones de fondo ni las urgencias de corto plazo, pero proliferan las distracciones con escenarios fantasiosos en los que ilusiones o expectativas personales buscan ocultar miedos y debilidades. Para algunos, en especial en el oficialismo, fugar hacia adelante parece ser la mejor solución para minimizar el impacto de una durísima derrota que no puede reconvertirse en una victoria imaginaria ni con fórceps. La realidad de los números debería generar una profunda reflexión en el liderazgo de la coalición gobernante. Lo mismo ocurre cuando se analizan aspectos sociodemográficos. Además, detrás del coordinado operativo reelección de Alberto Fernández se esconde un aspecto que marca una inusual asimetría entre el oficialismo y la oposición: mientras el FDT tiene hasta ahora muy pocos candidatos presidenciales competitivos, JxC tiene demasiados.

La vertiginosa caída en caudal electoral del oficialismo convierte a Juntos por el Cambio, que en los últimos tres comicios viene demostrando una sorprendente regularidad en sus performances superando el umbral del 40%, en un rival competitivo y con muchas posibilidades de forzar en 2023 una alternancia. Más: con una mejora menor al 10% respecto del resultado del domingo, la oposición podría ganar en primera vuelta, lo que le permitiría ser la primera minoría en la Cámara de Diputados y seguir modificando a su favor el equilibrio de poder en el Senado. Muy pocos de los constituyentes de 1994, que definieron la regla por la cual el ganador de la elección presidencial debe acumular un 45% del total de sufragios o un 40% y una diferencia de 10 puntos respecto del segundo, consideraron que podría perjudicar a un peronismo que siempre se vio (¿se sigue viendo?) a sí mismo como dueño de un apoyo popular mayoritario e inalterable. Por eso, la “anomalía” de una eventual derrota debe responder siempre a un fenómeno extraordinario y pasajero, como el “engaño” de los medios “hegemónicos” o la pandemia: por un axioma que jamás se podrá demostrar, las mayorías populares fueron, son y serán peronistas.

Ese peculiar sentido común populista, casi una religión laica con profundas raíces en buena parte de la cultura política vernácula, estuvo presente en la movilización en Plaza de Mayo. Tal vez detrás de la infantil renuencia a aceptar la derrota yace esta peculiar creencia respecto de una inmutable identificación del “pueblo” con el peronismo. Otra singular anomalía es que el Presidente, único orador y figura convocante, no solo no es su jefe, aunque presida el Partido Justicialista, sino que armó el acto como un tibio ensayo de autonomía respecto de Cristina Fernández: un desafío a su atribulado liderazgo, un claro acto de provocación.

¿Está Alberto Fernández en condiciones de relanzar su gobierno y reinventar su gestión para volver a ser, como en 2019, un candidato capaz de recuperar a parte del votante duro y de atraer el voto independiente y moderado, que ya a partir de mediados del año pasado se decepcionaba con las promesas incumplidas de un kirchnerismo mejorado? Eso implicaría un cambio muy profundo de los objetivos de su administración, de las formas y de las estrategias de implementación y del equipo que lo viene acompañando: necesita nuevos qué, cómo y quiénes. Nada de eso insinuó hasta ahora. Todo lo contrario: la “plaza del sí” con la que el peronismo tradicional buscó vigorizar un gobierno derrotado en las urnas mostró el folclore y los matices que caracterizan a ese movimiento, incluidos el típico despliegue del aparato partidario y los micros. Tal vez esto le dé al Presidente el espaldarazo para animarse al destete, aunque difícilmente pueda esto considerarse un adecuado primer paso para volver a seducir al votante medio.

Esto ocurre antes de que se conozca el contenido del eventual acuerdo con el FMI, que incluirá una reducción del déficit fiscal. La presencia de sindicatos y movimientos sociales en la Plaza puede ser leída como una advertencia: el apoyo es contingente a que el costo del ajuste no recaiga sobre ellos. ¿Quién habría de pagarlo? El llamado al diálogo esconde una trampa: el FDT pretende que los votantes de JxC sean los más perjudicados. De hecho, comenzaron a circular varias alternativas sobre “segmentación” tarifaria. Todas golpean a la clase media. Tal vez tenga sentido desde el punto de vista de la equidad distributiva, pero implica un problema político para la oposición. En la última campaña electoral, presionados por la amenaza de los liberales/libertarios, los dirigentes de JxC prometieron no crear ni aumentar impuestos. ¿Cumplirán? ¿Este equilibrio de poder en ambas cámaras del Congreso podría derivar en una dinámica inflacionaria más desenfrenada? Así lo sugirió Eduardo Levy Yeyati: el mayor peso relativo de la oposición puede significar una menor recaudación tributaria y, en consecuencia, una mayor emisión para financiar el agujero fiscal. Difícilmente el FMI admita una inflación más alta que la actual. En cualquier caso, las consecuencias electorales serían peores en 2023.

El voto del domingo también puede leerse como la expresión institucional de una rebelión fiscal silenciosa pero latente. Algunos consideran que el Gobierno intentará, con la excusa del acuerdo con el FMI, incrementar las retenciones al campo. Si se observan los resultados en todas las provincias con fuerte actividad agroindustrial, el FDT perdió (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos, Corrientes, La Pampa, Río Negro) o hizo muy malas elecciones (Chaco, Salta y Tucumán). Antes de la pandemia existía un ánimo muy caldeado en varios grupos autoconvocados por el aumento de los derechos de exportación. Tanto el episodio Vicentin como los intentos de usurpar las tierras de la familia Etchevehere mostraron la capacidad de organización, movilización y rápida respuesta de buena parte de la cadena agroindustrial. Vaya paradoja: la amenaza de otra 125, que expulsó a Alberto Fernández del kirchnerismo, sobrevuela y limita el margen de acción de un gobierno que se acordó tarde de emprolijar las cuentas públicas.

Más preocupante para el FDT es que las zonas del país más productivas, mejor integradas a la economía global y con menos importancia relativa del empleo público suelen votar a la oposición. El oficialismo tiene fortaleza en las regiones más pobres y marginales, en las que el peso del Estado y los subsidios sociales son más que significativos. El discurso proteccionista, “mercado-internista” e hiperestatista es cada vez menos seductor: hace una década que el país sufre una estanflación que generó una enorme ola de pesimismo y los más jóvenes encontraron en el liberalismo y en la izquierda dura una oportunidad para expresar su frustración y rebeldía.

La foto de la “demostración de fuerza” del pasado 17 sintetiza los límites presentes y futuros del FDT: como con el nuevo triunvirato de la CGT, casi no había representantes de la Argentina moderna, innovadora, productiva, competitiva. El oficialismo hace pie donde la Argentina fracasa. ¿Tiene incentivos para torcer el rumbo decadente del país? La plaza del 17 de octubre de 1945 se llenó de trabajadores, en especial, de dos gremios: los telefónicos, representantes de la principal novedad tecnológica del momento, con Luis Gay a la cabeza, y Cipriano Reyes, líder de los gremios de la carne. Eran los sectores más dinámicos del momento y se coordinaban para apoyar este nuevo movimiento político. Hoy, con una economía sin plan y sin destino y con el desastre del cepo a la carne, los principales apoyos vienen de los sectores más arcaicos y protegidos. No está claro qué es más preocupante para el oficialismo: si la derrota electoral o la esclerotizada cosecha del miércoles.

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