Opinión

Reforma previsional El rostro enfermo de la violencia política

Por Ernesto Tenembaum

En la mañana de ayer, un grupo de cibermilitantes cristinistas creyó haber encontrado la prueba definitiva en dos fotos que, al parecer, sugerían una conclusión irrebatible. En una de ella se veía a un joven morocho, bajo y morrudo arrojando con cierto talento olímpico una pedrada contra la policía. En la siguiente, el mismo personaje asistía a un policía caído. Si, en un momento, tiraba piedras contra la policía y después ayudaba a un policía herido, no podía caber otra conclusión: era un servicio. Eso demostraba que quienes provocaron los hechos de violencia habían sido infiltrados por la policía. Miles de personas -entre ellas algunas celebridades, como el talentoso actor Pablo Echarri- difundieron la foto en las redes sociales: ahí estaba la prueba de que el Gobierno infiltraba una marcha con servicios, para luego justificar la represión. Macri no era víctima sino, una vez más, victimario.

Unas horas después, se supo que el infiltrado no era un infiltrado sino un delegado gremial. La filial La Matanza de la UOM, en un comunicado con sello y firma, defendió a su militante: «La Unión Obrera Metalúrgica quiere aclarar que uno de los compañeros trabajadores de este distrito, afiliado a nuestra organización sindical, es injustamente acusado a través de las redes sociales de ser «servicio» o de «trabajar para la policía» a partir de la publicación de un par de fotos en las que se lo ve en distintas situaciones vividas en la jornada de ayer bajo una terrible represión policial… Nuestro compañero, un joven delegado de fábrica que recién comienza su militancia gremial fue fuertemente criticado por ayudar a un policía herido en un legítimo acto humanitario».

O sea, que el infiltrado que tiraba piedras no era un infiltrado sino un militante gremial: no era un hombre de Macri o de los servicios de Macri sino alguien que detestaba al presidente. Otro de los identificados, como se sabe, fue un ex candidato a diputado nacional del FIT. Ninguno de los dos ocultaba su identidad: en las mismas remeras que vestían llevaban impresos los nombres de sus organizaciones. Nadie pidió disculpas por haber tratado como «servicio· a alguien que no lo era. La causa lo justificaba con creces: culpar a Macri. ¿Quien se detendría, en semejante epopeya, ante esa minucia?

El lunes por la tarde, en la plaza de los dos Congresos ocurrió un hecho grave, que no fue precisamente la infiltración de una marcha por parte del macrismo para justificar una represión. Ese día se quebró uno de los rasgos más sólidos y conmovedores que ha caracterizado a la militancia política desde el regreso de la democracia: la negativa a caer en la violencia.
En las últimas décadas han ocurrido en la Argentina hechos infinitamente más graves que la módica reforma previsional que acaba de aprobar el Congreso. Por las calles que ayer destruían cientos de militantes a mazazos para arrojarles cascotes a la cabeza de policías, por esas mismas calles, marcharon madres y abuelas de Plaza de mayo, familiares de víctimas del atentado contra la AMIA, del incendio de Cromagnon, de la tragedia de Once, de espantosos abusos a mujeres, o de ese azote cotidiano que es el delito común.

Todos ellos reclamaban por algo más que el recorte de una porción del aumento de sus jubilaciones: habían perdido hijos, nietos, hermanos, padres. En medio de su dolor lacerante soportaron leyes de impunidad, fallos escandalosos, demoras burocráticas y todo tipo de humillaciones. Nunca recurrieron a la violencia. Nunca lastimaron a nadie, conscientes tal vez que en la perseverancia y la persuasión encontrarían los resultados que la violencia, definitivamente, no reparte. Hubiera sido tan humano que explotaran de bronca y buscaran justicia por mano propia. Pero no ocurrió. Ni en un solo caso. Nunca.
El lunes sucedió todo lo contrario. Cientos de militantes –¿cuantos cientos?¿de qué organizaciones?– arrojaron durante más de dos horas una tormenta de cascotes y bulones contra una formación policial que resistía pasivamente. Durante esa larguísima tarde, se quebró ese pacto implícito que no se rompió ni siquiera en los peores momentos de la grieta. Los bulones y las pedradas herían a mujeres policías y a periodistas. Los militantes rompían la plaza a mazazos y obtenían de allí sus municiones. La policía aguantaba. La avenida de Mayo se transformaba lentamente en la ladera de una montaña regada de piedras. El país contenía la respiración y el miedo: ¿Llegaría esa gente al Congreso? ¿Cuantos muertos se contarían al final de la jornada?

Adentro del recinto de la Cámara de Diputados, en ese momento, se sucedían distintas intervenciones de líderes de la oposición: ninguno de ellos repudiaba la salvajada que se desarrollaba afuera. Muchos pedían que cesara la represión por parte de la policía, que no estaba sucediendo. Otros reclamaban que se levantara la sesión para que no ocurriera una tragedia, que afortunadamente tampoco se produjo. Otros interpretaban que la violencia era generada por la ley que el Gobierno había enviado al Congreso, o sea, que era culpa de Macri. Con la excepción de Felipe Solá, no hubo ningún diputado que repudiara la agresión que, en ese momento, sufrían las instituciones democráticas. La teoría de que se trataba de algo generado por la infiltración macrista intentó imponerse sin éxito recién al día siguiente.

En los días previos, había comenzado un dificultoso debate público en la Argentina acerca de la manera en que estaban funcionando las fuerzas de seguridad. El jueves anterior, la Gendarmería había irrumpido en una protesta similar. Algunas personas consideraron que ese operativo había sido impecable. Otras, incluso dentro del Gobierno, consideraron que la represión de Gendarmería había sido indiscriminada y por eso decidieron que la sesión del lunes fuera custodiada por la Policía de la Ciudad. Lo ocurrido en uno y otro episodio fue sustancialmente distinto. Por un lado, esta vez el oficialismo había logrado el quórum sin demasiada dificultad, luego de realizar nuevas concesiones. Por el otro, a diferencia de lo sucedido el jueves, esta vez quedó muy claro quién inició la agresión y la magnitud de su virulencia.

La violencia política es, por donde se la mire, un recurso miserable. En primer lugar, quien la ejerce pone en riesgo las vidas de aquellos que elige como blancos. Algunas personas creen que las vidas de policías valen menos que otras. Eso, en todo caso, los define: no es, precisamente, un razonamiento humanista. Además, la violencia genera una situación donde la vida de cualquiera que esté cerca, o su integridad física, puede ser dañada severamente. La violencia debilita la posición de quien la ejerce: el lunes, por ejemplo, envileció a una marcha muy numerosa y pacífica de rechazo a la reforma. Pero, además, genera reacciones viscerales muy peligrosas. Si hay alguien, en la sociedad argentina, que desee la aplicación de la mano dura, de la represión indiscriminada, ahí tiene la excusa: en esos energúmenos que arrojaban piedras, según informó Infobae.

Pero tan grave como eso es la dificultad para repudiarla de un sector político muy fácil de reconocer en los legisladores opositores que la respaldaban en el recinto. A lo largo de la historia se han repetido muchas veces estos recursos, ante situaciones mucho más graves. Repudiar la violencia que viene de un sector político cercano es repetir «la teoría de los dos demonios», es ser «funcional» al enemigo, es ensañarse con «compañeros equivocados», es «correr el eje», porque de lo que hay que hablar es de la maldad del enemigo y no de estas cosas, es desconocer que, pase lo que pase, la sola presencia policial es una provocación. O, en su defecto, se repite la teoría de los «servicios»: sin ninguna prueba se establece a priori que la violencia contra el Gobierno es organizada por infiltrados del Gobierno.

Todas estas cosas se dicen y se repiten, y cuando más se dicen y se repiten, más aíslan a quienes las pronuncian, porque ninguna persona de bien quiere vivir bajo las reglas que intentan imponer los que el otro día tiraban piedras y rompían todo. ¿Quien puede creer en líderes del movimiento de derechos humanos que, mientras ocurría lo del lunes, denunciaba al Gobierno, sin pronunciar una sola palabra de repudio a la violencia? Los más interesados en repudiarlos deberían ser quienes defienden las causas que son ensuciadas por los violentos. Pero, extraña resistencia, eso no ocurre.
Uno de los episodios que mejor explica esta dinámica es lo sucedido con Julio Bazán, el conocido novillero de TN y Canal 13. Bazán tiene 71 años. Estaba haciendo, como siempre, su trabajo. Fue rodeado por una patota que hablaba en nombre del pueblo. Lo golpearon, lo patearon, lo corrieron, lo rociaron con cenizas ardientes, lo humillaron de mil maneras. Fue horroroso. Cualquier persona de bien debería estremecerse ante esas imágenes. El actor que busca pruebas inexistentes de la existencia de infiltrados pero no siente la necesidad de decir nada sobre Julio Bazán es un ejemplo de que esto no siempre sucede ¿Cuál fue la reacción de la dirigencia opositora? ¿Qué es lo que les congela el corazón? ¿Está bien pegarle así por lo que opina, por lo que cuenta?
El operativo del lunes ha generado algunas imágenes que obligan a discutirlo seriamente: los policías que gasean y golpean a un hombre mayor, los tres manifestantes que perdieron un ojo por los perdigones policiales, el motociclista que le pasa por encima a un trabajador cartonero que estaba caído, la manera indiscriminada en que la policía disparó balas de goma en algunas zonas e incluso la cantidad de policías heridos. Pero luego de la agresión que recibió la policía, va a ser más difícil instalar estas discusiones. Y mucho más aún, si se parte de la idea de que Macri es un dictador fascista. Un gobierno represivo, con el escenario que le regalaron el lunes, mata, desaparece gente o los detiene durante meses. Es muy necio no admitir que, si nadie murió, eso se debió a un esfuerzo muy dedicado para evitarlo. Los detenidos fueron, todos, liberados en pocas horas.

La presidencia de Mauricio Macri, en algún momento, en dos años, o en seis, terminará. Muchas veces los presidentes dan la impresión de ser eternos. Pero no lo son. Pero solo lo podrán derrotar con inteligencia, persuasión y perseverancia. Macri acaba de lograr la aprobación de su proyecto más impopular. Sin embargo, lo más grave que ocurrió no fue eso, sino el estallido de un inesperado brote de violencia política. Y entonces, la discusión sobre Macri, queda eclipsada, una vez más, por el brutalidad de la mayoría del sector político que se le opone. Así las cosas, si no se le complica el frente económico, tiene bastante liberado el futuro cercano.

La Argentina estuvo el lunes al borde del abismo. No cayó. Quizá sea hora de dejar de jugar con fuego.

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