Opinión

El riesgo: subestimar a Cristina

Por  Jorge Fernández Díaz

Solos en la madrugada y durante horas y horas de agonía, dos fotos carnet ostensiblemente desiguales luchaban cabeza a cabeza por medio punto, por algunas décimas. La otrora colosal «dama invicta» y un ignoto caballero con cara de suplente y apellido de avenida tenían copada la televisión de trasnoche.

Los militantes resignados querían salir a festejar aunque fuera un córner y el vocero kirchnerista era un ex radical enfático, crónicamente enamorado de las derrotas. Hay que mirar con ojos de peronismo crítico esa escena para entender sus significados profundos: la arquitecta egipcia acababa de recibir un durísimo revés electoral en su feudo sureño, como una «mancha venenosa» terminaba de hundir a sus «invencibles» socios puntanos y los seis puntos de ventaja que le pronosticaban y que aspiraba a obtener en la provincia de Buenos Aires para garantizarse un buen octubre se habían derretido como una vela encendida en una cripta sellada.

Su deslucida performance logró reivindicar incluso al pobre Aníbal. «Hemos ganado», dijo, sin embargo; que venga el principito. Sobrevinieron entonces una denuncia y una victimización magistralmente actuadas; Cristina es insuperable en esas composiciones de la realidad paralela. A ella no le fue bien, pero tiene una suerte extraordinaria, porque al peronismo le fue peor: el domingo no parió ningún nuevo macho alfa en el territorio argentino y encima se hundieron aparatosamente algunas quimeras renovadoras. Persiste entonces esta paradoja: quienes no pueden ya generar una mayoría tienen un líder, pero quienes podrían generarla carecen de uno. Y ambas partes son incompatibles: juntas anularían cada una de sus fortalezas.

Todo esto no debería hacerle bajar la guardia a Mauricio Macri, a quien quizá le siga conviniendo que la Pasionaria de El Calafate se mantenga en el terreno, en su doble condición de espantapájaros y de palo en la rueda de la dilatada regeneración justicialista.

Es extraño, porque «el miedo a Cristina» ha sido muy funcional al Gobierno y de algún modo se habría apagado si Esteban Bullrich efectivamente le hubiera ganado por cinco puntos, como parecía a las 21 de esa jornada cambiante y agotadora. Lo que sucede conviene, dice el budismo de entrecasa. ¿Será cierto? El traspaso de votos hacia Cambiemos sigue dependiendo del horror de volver a un pasado machacón, autocrático y decadentista. 

También podría arriesgarse que detrás del aval votado el domingo se agazapa la seguridad de que el kirchnerismo no es inocente de las penurias actuales y el presentimiento de que no conviene cambiar el caballo en mitad del río sin riesgo de ahogarse. Los nerviosos movimientos del dólar, el catastrofismo de los cristinistas, los alarmantes mensajes enviados por la gran dama acerca de que intentará bloquear el financiamiento externo (con que se banca el gradualismo) sumados a la sospecha de que un eventual triunfo de ella generaría más ruido social y por lo tanto ingobernabilidad, parecerían bastantes disuasorios: en este país, a muy pocos les conviene que Macri sea De la Rúa. Todavía el trauma del helicóptero y sus lacerantes secuelas económicas pesan luctuosamente en el inconsciente colectivo. También eso fue «votar en defensa propia», como reza el eslogan de la pastora electrónica.

El problema es que Cristina tiene las virtudes de Terminator: cuando la dan por muerta, se levanta y sigue disparando, o vuelve del futuro para arrasar con sus enemigos. Nunca se la debe subestimar, ni siquiera durante estas trasnoches surrealistas animadas por el doctor Moreau.

Para ir en busca de los votos de los menguantes Florencio Randazzo y Sergio Massa intentará explicar que más del 60% se pronunció contra «el ajuste» y tratará de ocultar que más del 60% votó contra ella misma, algo que curiosamente no mejoró tampoco las chances de la famosa «avenida del medio»: los simpatizantes de Margarita Stolbizer no simpatizan con la corporación peronista y su chance de discutir sobre la corrupción con Cristina se desvaneció cuando ésta entró en un mutismo de monja de clausura.

No conviene, por otra parte, pensar que la campaña de Macri fue brillante a la luz de algunos resultados. Más bien habría que colegir que sus victorias y empates se consiguieron a pesar de sus múltiples errores. Durante la batalla comicial, el oficialismo permitió que aumentaran el gas, los combustibles, las prepagas y el precio del fútbol; también dejó flotar el dólar, lo que hizo incrementar algunos precios. Formuló un mal cálculo sobre la reactivación: no llegó en marzo, sino hace apenas tres días, y por lo tanto su derrame no se nota mucho en los bolsillos. Denunció débilmente que Unidad Ciudadana tenía por meca ideológica la desastrosa Venezuela, permitiendo que los Kirchner cultivaran también en ese tema un conveniente silencio, y sólo provincializó la elección bonaerense en los últimos minutos: una semana más de la gobernadora indignada y doliente hubiera sido seguramente demoledora. Porque su aparición solitaria en Intratables logró cambiar el eje de toda la discusión: Cristina pretendía castigar al gobierno federal; María Eugenia la trajo al conurbano estragado por la pobreza, las mafias y los narcos que dejaron quienes gobernaron más de veinte años y se presentaban ahora como los salvadores de la patria.

Con todo, el «gobierno para ricos» ganó en muchas zonas pobres de la Argentina. Y Cambiemos se estrenó el domingo como fuerza nacional, en un vibrante partido de ida, y la verdad es que hizo un buen papel. Deberá esforzarse para mejorarlo a la hora de los bifes, porque las finales no se ganan hasta que se juegan y se pierden por los detalles.

El compromiso es tan crucial que ni siquiera debería recostarse en la idea confortable y sociológica, aunque me temo por ahora incomprobable, de que existe un marcado cambio de época, donde progresivamente un modo de gestionar va muriendo y un nuevo sistema de demandas y valores asoma. Ese proceso, que implícitamente reconocería los motivos de nuestra decadencia endémica, puede estar en construcción. Pero es mejor no confiar en él; suena demasiado bueno para ser real.

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