Opinión

AnálisisEl gigante egoísta

Por Carlos Saravia Day

Un cuento de Oscar Wilde. El cuento ilustra el predecesor de la historia, sin Homero el más grande de los rapsodas, de todos los tiempos, no se hubieran escuchado los balbuceos de Herodoto, padre de la historia. El mito hoy cumple con la función de suspender transitoria y voluntariamente, la razón para regresar a la fecundidad de la mentira que muchas veces lleva incubada la verdad.

Hoy recuerdo con gozo el cuento de Oscar Wilde cuando era niño y mi padre me leyó, antes que yo lo hiciera, “El gigante egoísta”. Era el tiempo de los gigantes hiperbóreos, surgidos de las boscosidades en la rubia Albión, de encantamientos, trasgos y brujas sin cronología histórica, que ahora solo remite para verificarlos, en su esencia una inmensa metáfora en perpetua marcha sin fatiga y convierte al hombre en un naufrago sin remisión.  El cuento, que es arte y no ciencia, abre las puertas a la imaginación a través de la fecundidad de la mentira, que es ficción no menos real.

Los ingleses y los españoles, y esto no es ocasional, en el llamado siglo de oro español le regalan a la humanidad la figura del caballero manchego. Enteco jinete que vivía apaciblemente cuerdo con su adarga antigua y su lanza en astillero, rocín flaco y galgo corredor, que en el mediodía de su día, tal como lo hiciera el Dante en Italia emprende en el misterioso viaje del cuento. Dante en un viaje ultramontano a las regiones inferiores (que esto significa infierno) hasta las regiones celestes (que esto significa cielo) pasando por las mesetas del purgatorio, donde esperan el turno celeste las llaves de San Pedro, su portero. Esto ocurre cuando las naciones nacen de la disciplinada gramática. El Dante de la gramática italiana, Antonio de Nebrija de la española y el Cisne de Avon de la inglesa. “El gigante egoísta” está referido al cuento de un noble que vivía enfeudado dentro de su castillo, hosco, viejo y gruñón de desmesurado porte y malavenido con los niños, a los que no les permitía que entraran al jardín a jugar y un buen día, atacado por la melancolía ordenara a los empleados que abran las puertas a los niños que acudían en garrula bandada a jugar al jardín y cantar sagas y rondas infantiles como gorriones. En adelante, todas las tardes, este vikingo descendiente de Polifemo abría las puertas de acceso al jardín y así pasaba sin apremio hasta el atardecer. Un día, entre tantos, no se abrieron las puertas que accedían al jardín. Los niños habían creado el hábito de visita y encontraron al viejo gigante hiperbóreo muerto en el jardín. Los niños no cantaron rondas infantiles y las flores de los arboles dejaban caer sus corolas sobre el gigante. Las azaleas y las flores lo despedían. En él habitaba un alma también gigantesca. Los niños lo miraron con ojos asombrados y huyeron despavoridos.

Shakespeare y Cervantes mueren el mismo día, que es doblemente morir. Ambos pertenecían al tipo del melancólico, tristes y atardecidos, temperamento el más inteligente y sensible. “Déjame morir de melancolía” le dijo a Sancho y su corazón se inundó de melancolía, a fuerza de sus desgracias.

Los arboles majestuosos como los elefantes mueren de pie y trascienden cuando se soportan en su propia mole. Shakespeare nunca se privó de latinazgos en su obra “Julio César”.

La única forma de entender la historia es como ciencia de la cultura.

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