Opinión

El feudo, ascendido a la categoría de “comunidad organizada”

Por Loris Zanatta

El de Formosa no es un caso único en la Argentina ni en América Latina. No es el primero ni será el último. Nos acostumbramos a llamarlos “feudos”, y en el fondo eso es correcto: hay un monarca llamado gobernador y unos súbditos llamados ciudadanos, pero no es la ley la que reina, su impersonalidad, su universalidad. El “feudo” se basa en relaciones serviles y personales: protección a cambio de lealtad, favores a cambio de obediencia, prebendas para el devoto y ostracismo para el hereje. Es un organismo sostenido por redes familiares, clanes y clientelas que mortifica la independencia y premia el conformismo, mata la iniciativa y celebra al gregario. Su lógica es férrea y primitiva: para ascender sirven influencias; para sobrevivir, la protección del caudillo. De él emanan el poder en la tierra y en el cielo, en él se encarnan la identidad, la historia, la cultura del “pueblo”. Todo organismo tiene su cabeza, ¿verdad?

Pero lo que nosotros llamamos “feudo” Gildo Insfrán lo llama “comunidad organizada”: basta con consultar su elegante página web y repasar las 252 páginas de los “Fundamentos filosóficos y doctrinarios del modelo formoseño”. ¡Nada menos! En el fondo, esto también es correcto. Y coherente: sus raíces culturales se encuentran en Guardia de Hierro, en el “Modelo argentino” que Perón firmó poco antes de morir y en cuya redacción, es notorio, contribuyó el padre Bergoglio. Cualquiera que lo lea no tendrá problemas en notarlo. Es el peronismo en estado puro, libre tanto de las contaminaciones marxistas que siempre lo han asediado como de las sirenas “sinárquicas” que a veces lo tientan. Ahí encontramos la doctrina social de la Iglesia y la representación de los cuerpos sociales, la tercera posición y la doctrina “nacional, social y cristiana”. Y el “pueblo mítico” –¿qué duda cabe?– que en el peronismo vive su cultura, renueva su identidad, perpetúa su armonía primigenia, resguardándola de la desintegración imperialista, de la furia neocolonial, de la fría rapacidad occidental.

Multitudes de antropólogos y filósofos, etnólogos y teólogos, algunos brillantes y agudos, otros confusos y enrevesados, contribuyeron a la construcción y celebración de este mito. Ladrillo a ladrillo, hicieron realidad el relato, modelo el legado, virtudes los defectos, hasta que la oruga se convirtió en mariposa y el “feudo” ascendió a “comunidad organizada”, sinónimo de emancipación, liberación, redención, corazón pulsante y destino del “pensamiento nacional”. Hay, dicen, en ese “pueblo” algo profundo y enigmático, un misterio hecho de ritos y símbolos. Rural y telúrico, en él vive “lo americano”, impermeable y resistente al “europeo” urbano y letrado. Es el sentir “seminal” contra lo “causal”, la emoción contra la lógica, la naturaleza contra la cultura, la fe contra la razón. Es “lo nacional” contra “lo colonial”. De ahí su “superioridad”, por ser “genuino, propio y esencial de América Latina”. El peronismo es este tipo de “pueblo”. Quien no lo entiende ni lo comparte es “antipueblo”.

¿Es un relato bien fundado? ¿Es la América profunda realmente el revés de Europa? ¿Son el indígena y el mestizo realmente una humanidad separada, inmutable en el tiempo, arquetipo eterno, cultura tallada en el mármol? ¿Formosa es realmente un mundo aparte y los que criticamos somos colonialistas etnocéntricos? ¿O es el típico esquema populista que enfrenta un “pueblo puro” e idealizado a una “elite corrupta” y demonizada? ¿O es el paternalismo habitual de clérigos e intelectuales, la conocida “fascinación por la barbarie”? Ambos han estado siempre en guerra contra la secularización que los baja del pedestal, contra la historia que erosiona su aura sagrada. Y su culto al “buen salvaje” siempre alimentó el del “buen revolucionario”, el caudillo que conducirá al “pueblo” a la tierra prometida.

La verdad es que este relato no resiste la prueba de la historia. La historia europea, no menos que la americana, está plagada de mitos similares. El “descubrimiento del individuo” generó la nostalgia romántica del “pueblo”; el nacimiento de la industria, el revival ruralista; el progreso de la ciencia, la reacción religiosa. A cada ola racionalista le siguió una resaca espiritualista; a cada flujo migratorio, un rebote nativista; a cada ciclo liberal-democrático, un anticiclo populista. Así fue en el pasado y así sigue siendo hoy: soberanistas y neoborbónicos, supremacistas y terraplanistas, todos tenemos nuestros “insfranes”, nuestros cruzados de las “pequeñas patrias”, nuestros señores feudales con el “pueblo” siempre en la boca. ¡En Italia hay quienes todavía se quejan de la “colonización” piamontesa del sur!

No hay ninguna Europa “racionalista” por un lado y ninguna América “telúrica” por el otro: ambas son una y otra cosa al mismo tiempo, ambas están atravesadas de diferentes maneras por los mismos clivajes. La retórica nacional popular es tanto una ideología como una mentira. Tanto es así que los intelectuales argentinos que más mitificaron al “pueblo” y crearon el misticismo populista tienen nombres europeos –Rodolfo Kusch, Amelia Podetti– y que europeos fueron los filósofos y antropólogos que los inspiraron. Y no cualquier europeo, sino aquellos como Martin Heidegger o Mircea Eliade, quienes, impulsados por el amor al mundo orgánico perdido y el odio al “desencanto” de la modernidad, adhirieron a los fascismos; al tipo de régimen, holístico y corporativo, que también inspiró al peronismo y que resuena en el “Modelo argentino” preconizado por Gildo Insfrán. Todo tiene sentido.

Visto así, el caso de Formosa es un cuadro en blanco y negro. Es negro porque la prosaica realidad de autoritarismo y miseria choca contra el escenario de cartón pintado a fiesta del “pueblo mítico”, de la “comunidad organizada”: típico de las sociedades cerradas y serviles, autárquicas y feudales. Es blanco porque nada es para siempre, las culturas cambian, la gente protesta, las celdas se abren. Entonces sucede que alguien quiera salir del mito y construirse su propia historia por sí mismo

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