Opinión

El antiliberalismo de los liberalotes

Por Fernando Iglesias

El artículo «La propaganda antipolítica de los liberalotes» ha producido reacciones escandalizadas; la mayoría de las cuales se derivan de mi impericia con las letras o de la ajena incomprensión. Primera aclaración. No usé el término «liberalotes» para burlarme de los liberales sino para diferenciarlos de una secta que habla en nombre del liberalismo pero lo reduce a fundamentalismo de mercado y desprecio por la política. «Los políticos», dice el liberalote, poniendo en la misma bolsa a la mafia que saqueó al país y a quienes la denunciamos. «El Congreso», agrega, con un rictus de desprecio en los labios. Mejor haría si confeccionara la lista de los funcionarios K presos y procesados, y de sus denunciantes; todos ellos diputados del Congreso Nacional.

¿Dónde cree el liberalote que nacieron aquellas denuncias? ¿De dónde piensa que extrajimos información y un lugar público para denunciar el kirchnerismo años antes que cualquier periodista sino de nuestras bancas en el Congreso Nacional? ¿De dónde imagina que salió Cambiemos? ¿Dónde creció la confianza necesaria para que la Coalición Cívica, la UCR y el PRO confluyeran en una alianza política sino en el trabajo parlamentario de oposición al kirchnerismo? ¿Y de dónde piensa que surgieron y se hicieron conocidos nuestros principales dirigentes y la mayoría de los miembros del gabinete nacional?

Nada. El liberalote votó Cambiemos pero cree que el Congreso es una cueva de víboras. O una fábrica de salchichas. Por eso, en plena era del copy&paste, propone premios al rendimiento legislativo basados en la cantidad de proyectos presentados y sanciones por ausentismo. Le parecería bien, apuesto, que devolviéramos las dietas que cobró la oposición entre 2003 a 2015, ya que se resistía con la estrategia de no dar quorum y no conseguimos aprobar ninguna ley. Hoy, aunque el Congreso esté considerando la agenda legislativa más relevante de la historia nacional (reforma fiscal, laboral, previsional y de la coparticipación federal, al mismo tiempo), el liberalote insiste en la ley del cuarteto para acusar a los representantes del pueblo de parásitos cuyos ingresos son dilapidación.

Segunda aclaración: nadie puso en duda el derecho a opinar de quienes creen que el endeudamiento es insostenible y el gasto fiscal debería bajar rápidamente. Pero la libertad de crítica implica aceptar ser criticado sin clamar persecuciones que no existen ni quejarse de un estilo, el brulote, que es parte de la más antigua tradición liberal. Agrego: ¿no es extraño que después de doce años de suba del gasto público y la carga fiscal florezca el alarmismo en el preciso momento en que comienzan a bajar? ¿No es razonable verificar que el déficit primario está bajando un punto anual, que gran parte del aumento de deuda ha ido a parar a las reservas, que las provincias estarán en superávit en 2018 y la Nación en 2021, y que la deuda pública (58% del PBI) es similar a la de Méjico (57%) y mucho menor que la de Brasil (81%)?

Insistir en modelos de solución ideales inaplicables por su imposibilidad político-social e ignorar los logros de Cambiemos no es liberal sino malintencionado. Recordemos algunos, ya que ni los liberalotes, ni los trotskistas, ni los populistas lo hacen jamás. En

solo dos años: se abolió el cepo cambiario; se salió de un default de quince años; se superó una recesión que duraba cuatro; se bajó la inflación del 3% mensual de 2016 al 1.5% por ciento actual al mismo tiempo que va quedando atrás la ilusión de la energía gratuita. El país crece, la construcción vuela y la industria ha vuelto a subir mientras bajan -lentamente, es cierto- la pobreza y la desocupación. No es poco para un gobierno que asumió con un país quebrado, su principal socio comercial en crisis y el menor poder político de la Historia nacional. Y sin embargo, los liberalotes tildan de brujos a los economistas que lo lograron y de charlatanes a los políticos que los pusieron a trabajar. ¿Preocupación sincera o mala fe?

Se olvidan los liberalotes de que las recesiones han hecho volar por los aires al país más y mejor que el déficit fiscal. Sucedió en 1976, luego de solo dos años; en 1982, después de dos; en 1989 después de tres y en 2001, después de cuatro años de recesión como los que sumábamos en 2015. Es cierto: el sistema político abunda en despilfarros. Lo ha dicho el propio Presidente. Pero también es cierto que el famoso mercado -ese ídolo liberalote- nos presta al 4.5% cuando a Cristina le cobraba 15% anual. Hagan la cuenta de cuál habría sido el déficit en 2015 si Cristina hubiera estado pagando la deuda, a las provincias y a los jubilados, y después nos cuentan si el déficit bajó o subió; porque peras con orangutanes no es forma de comparar.

Nadie dice, tampoco, que no seamos vulnerables a una eventual crisis de liquidez. Como el mundo, al que nos reintegramos. Como la Unión Europea, que lleva diez años intentando absorber el chiste americano de las subprimes. Además, los proyectos elevados por el Ejecutivo agregan innumerables reformas a favor de la actividad privada: disminución del 35% al 25% en Ganancias en caso de reinversión; baja general de ingresos brutos y sellos; impuesto al cheque a cuenta de ganancias; mínimo no imponible a las contribuciones patronales hasta $12.000; devolución anticipada del IVA para las inversiones directas. En cuanto al gasto, se ha aplicado la más drástica de las reducciones sin que el liberalotismo tomara nota: US$2.200 millones ahorrados en un año y medio por Vialidad Nacional. La reducción de costos, cercana al 40% y debida a una baja radical de la corrupción, implicaría un ahorro de cinco mil millones de dólares anuales si el Gobierno no la hubiera destinado a la obra pública real. Agua y cloacas para quienes esperan desde hace una vida, redes de comunicación y transporte para una economía con costos prohibitivos, trabajo para millones de argentinos que necesitan salir del clientelismo y la postración. Keynesianismo irresponsable, faltaba más.

Concluyo. El liberalotismo es antiliberal aunque el liberalote lo ignore, demasiado concentrado en su planilla de Excel para leer a Tocqueville, que describía al Parlamento como el corazón palpitante de la democracia; a Popper, que sostenía que las restricciones económicas eran tan destructivas para la libertad como la opresión política; a Rawls, que proponía adoptar siempre el punto de vista del más débil; a Voltaire, que explicaba que el ejercicio de la crítica implicaba la aceptación de la crítica ajena. O a los muchos liberales que han definido esa doctrina por la duda acerca de la propia opinión.

Decir, como hice, que los tíos y abuelos eran golpistas pero que el moderno liberalote cree en la democracia sería considerado un elogio por un liberal, que no cree en las culpas hereditarias sino en el mérito individual. Para el liberalote es un insulto, vaya a saber porqué. Probablemente, porque no hay nada más antiliberal que el populismo cualunquista de los liberalotes, expertos en proponer al escarnio a «los políticos» como si «los economistas» que ocuparon ese ministerio los últimos treinta y cinco años merecieran la aclamación general. Nada más antiliberal, tampoco, que la aspiración del liberalote de ser obedecido -no escuchado- por su calidad de experto; la idea platónica del «gobierno de los sabios» que Popper consideraba el origen del totalitarismo; el sueño tecnocrático de imponer una receta ampliamente minoritaria, tanto en Cambiemos como en el país.

Fuente La Nación

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