Opinión

Análisis Dilemas y contradicciones en medio de una crisis sin precedente

Por Sergio Berensztein

al vez el aporte más importante de esta pandemia sea ayudarnos a poner en perspectiva prioridades y problemas en todos los niveles: global, nacional y hasta personal. Advertimos las enormes deficiencias que arrastraba el sistema internacional, en especial por la ausencia de mecanismos efectivos de coordinación aun para cuestiones básicas, como la salud pública. Mientras tanto, los países enfrentan con sus recursos disponibles, incluyendo los propios prejuicios y mezquindades de sus principales líderes, un desafío que vuelve irrelevante casi cualquier otro que se hubieran propuesto. El miedo y el encierro nos llevan a valorar esas pequeñas cosas, como decía Serrat, que por lo general damos por sentadas hasta que nos faltan. Muchas relacionadas con la libertad: desde salir a dar una vuelta o desarrollar nuestros proyectos hasta juntarnos con quienes nos plazca. Muchísimas otras están vinculadas a los afectos: el criterio de distancia social nos impide el contacto físico con quienes más amamos. Algunos comprenden recién ahora el significado último de la palabra soledad.

Es evidente que las penurias económicas preexistentes parecerán pronto una edad dorada: lo peor, en ese aspecto, todavía no empezó. Hasta el pequeñísimo segmento que disfrutaba de una situación holgada está conmocionado por la situación: solo quienes carecen de alma y de sentido común pueden pretender complacerse en medio de semejante desastre. La solidaridad no surge solo como un imperativo moral, sino también como una estrategia de autopreservación.

Una de las frases que más me impactaron en estos días es «que el remedio no sea peor que la enfermedad», referida a las eventuales consecuencias económicas de la cuarentena. Curiosamente, muchos que se oponen tanto a la eutanasia como a la interrupción voluntaria del embarazo están dispuestos a sacrificar vidas humanas para evitar un colapso mayor. Existe, sin embargo, un argumento muy perturbador que obliga a moderar cualquier crítica: que se mantengan mínimamente en movimiento los mecanismos más elementales de la economía, en particular en los sectores más vulnerables, es la mejor forma de acotar el daño en materia de cantidad esperable de fallecimientos. Las potenciales consecuencias de cortar de cuajo las fuentes de ingreso de cientos de millones de trabajadores, sobre todo de los informales, pueden ser devastadoras no solo en términos económicos, sino también de paz social y aun de gobernabilidad. Es muy probable que detrás del aparente negacionismo de personajes más que controversiales, como Trump, Bolsonaro y hasta López Obrador, pesen estas consideraciones.

La «mano invisible» del mercado también queda desdibujada en medio de la conmoción. Solo una concepción cuasirreligiosa de la ideología puede explicar la negligencia para aceptar que el mecanismo más eficiente y robusto para generar riqueza reside en el mercado. Lo mismo ocurre para quienes aún niegan la importancia fundamental que tienen el Estado y los gobiernos en ese sentido. La experiencia histórica es contundente: el desarrollo económico requiere instituciones sólidas que establezcan incentivos apropiados, incluyendo asegurar los derechos de propiedad. Pero en situaciones de emergencia es esencial respaldar como sea al sector privado justamente para sostener las fuentes futuras de recuperación, crecimiento e innovación. La fórmula «todo el mercado posible, todo el Estado necesario» debe ser aplicada de manera flexible y con conciencia de los riesgos y los potenciales beneficios de cada contexto. Las fuerzas del mercado se diluyen si debemos quedarnos en casa. Por eso en todo el mundo la responsabilidad del salvataje está hoy en manos del Estado. Tampoco puede dudarse a la hora de establecer criterios de transparencia, equidad y solidaridad. El esfuerzo debe ser compartido. Sus eventuales frutos, cuando lleguen, también.

Siempre la presencia del Estado es controversial, aun cuando resulta imprescindible. No solo por los excesos o los conflictos de intereses que trae aparejados el intervencionismo, sino también por la calidad y la eficacia de su acción. Quedan al desnudo deficiencias en la calidad de las decisiones, la infraestructura y la dotación de recursos humanos, no solo en países subdesarrollados. Y adquieren nuevamente relevancia sectores que con el tiempo, y por motivos variados, fueron perdiendo prestigio, relevancia y reputación. Pasado este desastre, deberemos revisar y remozar las prioridades del gasto público y el diseño de nuestros gobiernos. Más que nunca habrá que valorizar el papel de los expertos en política y gestión pública mucho más allá de su remuneración, sino en aspectos como su formación o su desarrollo profesional. Conmueven el compromiso y el sacrificio de los trabajadores de la salud, tantas veces menospreciados y obligados a llevar a cabo sus actividades en condiciones inadecuadas, incluso infrahumanas. No alcanza con los aplausos que cuando entra la noche se multiplican en tantos rincones a lo largo de este castigado planeta. Pero es un mimo que al menos alienta a seguir luchando a los que hoy pelean como pueden en las trincheras de la humanidad. Las fuerzas de seguridad son más necesarias que nunca. Esto confirma la dificultad para controlarlas y evitar excesos y abusos de autoridad. Y los argentinos por fin podemos reencontrarnos con nuestras Fuerzas Armadas: darles el lugar que necesitamos y que se merecen, rechazando las tentaciones autoritarias de inspiración bolivariana.

En simultáneo, surgen múltiples problemas de coordinación interjurisdiccional. El principal riesgo en este aspecto son los conflictos dentro de los gobiernos: la disfuncionalidad de la política, las diferencias personales y las pujas por poder y control de recursos dificultan más la situación. Ante la desesperación, algunos entran en la dinámica del «sálvese quien pueda», aunque esto implique aislar pueblos enteros y bloquear accesos. Es el «estado de naturaleza» que Hobbes quería evitar cuando teorizó sobre el Leviatán. Las peleas de Trump con Andrew Cuomo, gobernador del estado de Nueva York, y de Bolsonaro con João Doria, gobernador de San Pablo, ponen de manifiesto el riesgo de fragmentación política que podría generar esta crisis. Lo mismo se aprecia al analizar la situación actual de la Unión Europea, donde cada país miembro hizo (improvisó) lo que se le antojó.

La tentación de aislar localidades en el Gran Buenos Aires constituye un despropósito inconmensurable. Nunca estuvimos más cerca de la desintegración territorial y de la autoridad provincial, que implicaría una virtual feudalización de ese monumento perfecto al fracaso nacional. Al margen de lo que uno piense de Kicillof, en especial en términos ideológicos y de su pobre contribución hasta ahora como funcionario público, es un gobernador legítimo y debe estar sin reparos al frente de la situación, ejerciendo plenamente sus facultades. Para ayudarse a sí mismo, debería evitar extravagancias inexplicables, como aceptar la «ayuda» de supuestos médicos cubanos: su patético papel tanto en Venezuela como en Bolivia e incluso en Brasil exime de mayores comentarios. Decisiones como estas sí producen el riesgo de que el remedio, finalmente, sea más peligroso que la enfermedad.ß

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