Opinión

Análisis Cristina K. y el desprecio por la gramática de la democracia

Cristina Kirchner

Por Loris Zanatta

Mil gracias a Cristina Kirchner. Son años que trato de explicar que el peronismo y los demás movimientos populistas latinoamericanos son herederos de los Reyes católicos en lucha contra la ilustración; que expresan una concepción de la política ajena a la cultura democrática; que esto socava el tejido institucional, la amistad social, la confianza pública.

Todo lo demás, la corrupción y la inflación, la miseria y la injusticia, son efectos, no causas. Pero es difícil convencer: hay demasiadas emociones en el medio, historias turbias, cortinas de humo. Ahora su carta al Presidente me socorre: ¡ahí está la demostración de lo que quiero decir, un caso de antología!

Todo surge de una derrota electoral, una paliza. El juego democrático es así: ganas o pierdes. El que gana canta y festeja, el que pierde llora y se desespera. Capaz de que los roles se inviertan la próxima vez.

En una democracia normal, o apenas decente, el líder derrotado se traga el bocado amargo, quizás con la ayuda de un trago, oculta su pena y reconoce la victoria del adversario, deseándole lo mejor para el bien de todos. Que lo crea o no.

Luego toma la puerta y vuelve al búnker de su partido. ¿Hipocresía? ¡Para nada! La forma es sustancia en democracia, la liturgia de las buenas costumbres implica la aceptación de las reglas, el compromiso de jugar limpio: si admites tu derrota hoy, tu victoria será aceptada mañana.

Pero el momento más difícil es al día siguiente. El perdedor tendrá que dar cuenta a los dirigentes, justificarse con los militantes, explicar a la opinión pública: su investidura no es divina, sino humana, muy humana. Se abre la crisis. Y la crisis tiene sedes institucionales, reglas, estatutos.

Se reunirá la dirección, la asamblea nacional, quizás el congreso, los miembros serán consultados, la prensa debatirá. Fruto de tanto trabajo, de la inteligencia colectiva del partido, surgirá una línea política, un equipo directivo, una mayoría y una minoría, sin excluir posibles portazos y escisiones. Duele, pero ayuda a crecer, decía un viejo chiste sobre los cuernos.

En el peronismo no. Perdidas las elecciones, Cristina Kirchner le escribió a Alberto Fernández. Como si no fuera el presidente electo por los argentinos, sino un paje de su corte, le echó la culpa de la derrota, de paso deshaciéndose de la propia.

Entre líneas, pero no tanto, amenazó: yo te creé, si no obedeces te destruiré. Como el patrimonialismo antiguo, el Estado soy yo, las instituciones son mías, los cargos pertenecen a mi linaje.

Los ciudadanos, peronistas incluidos, lo vieron en la televisión, espectadores silenciosos e impotentes. Difícil imaginar algo más primitivo.

¿Cómo explicarlo? ¿Y qué consecuencias tiene? La explicación radica en el carácter religioso del peronismo, nunca debatido a fondo, en su origen antiliberal, nunca superada, en su cultura antidemocrática, nunca curada del todo, nunca tomada en serio. Perder las elecciones es para el peronismo lo que por Felipe II perder los Países Bajos por mano protestante. ¡Jamás!

Como nunca se ha resignado a ser un partido como cualquier otro, y como cultiva la ilusión de ser la religión de la patria, la ideología de la nación, el depositario exclusivo de la “cultura” del “pueblo”, no admite el desastre. Es como perder una guerra, ceder ante el extranjero, abrir las puertas al hereje. La derrota, por tanto, no es política, sino existencial. Implica la traición a la causa, el abandono de los principios sagrados: eso lo que Cristina le imputa a Alberto.

De ahí el desprecio por la gramática democrática. ¿Alguien recuerda el desaire de Cristina Kirchner a Mauricio Macri? ¿Su ausencia al traspaso de funciones? ¿Cómo a decir “no reconozco tu legitimidad”? Y de ahí su concepción de la autoridad como una investidura divina, infalible como la de un pontífice, carismática como la de un rey-sacerdote, libre de limitaciones legales o atajos racionales.

Es lo que los peronistas llaman “verticalismo”, palabra escalofriante, concepto autoritario, práctica fascista. Verticalismo que en la carta se expresa a través de un grotesco egotísmo monárquico, con su enfático llamamiento a “mis compatriotas”, sus profecías de “inusitada actualidad”, su culto a las reliquias, “diez años sin él”, ni siquiera los Kirchner fueran los Austria. Estado y partido, cargos públicos e intereses privados, todo mezclado, todo fusionado, peronismo eterno.

¿Y las consecuencias? Todo esto solo sería motivo de esnobismo estético o chismes de bar si no implicara enormes costos para todo el país. Más para aquellos que ya están peor. Inestabilidad, imprevisibilidad, incertidumbre, falta de fiabilidad. ¿Quien gobierna? ¿Con qué poder? ¿Que intenciones? ¿Que condiciones? En una palabra: desconfianza, lluvia sobre mojado para Argentina. Los ahorros huirán, las inversiones peor, del crédito ni hablar, menos de la cotización del dólar y de las tasas de interés. No son números, son vidas.

¿Por qué sorprenderse? Si el peronismo es la patria y el pueblo, ¡que la patria y el pueblo paguen por sus caprichos! ¡Muera Sansón con todos los filisteos! Quizás sea el momento en que los peronistas democráticos, seguro que los hay, reflexionen sobre la cultura política de su partido y se separen de los antidemocráticos: lo que perderán hoy, lo ganarán mañana.

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