El talentoso Fernando Peña quiso entrevistarlo en su programa de radio. Llamó a la casa de D’Elía y lo atendió su hijo Pablo, que no quería hablar. Ante la insistencia, en un momento, D’Elía hijo intentó un «No… boludo». Peña lo cortó: «¡A mí no me digas boludo, negro de mierda!».

Luego, Peña consiguió la nota con Luis D´Elía.

-Vamos a sacar al aire a una nota de colorrrrr… negro- arrancó.

Se produjo entonces el siguiente diálogo:

-¿Cómo le va, sorete?- dijo D’Elía.

-Bien, sorete.

-Hablando con un sorete como usted me va bárbaro.

-Muy linda la entrevista que estamos haciendo, sorete.

-Uno a cero, ¿eh? Dale.

-Contame qué hiciste, ¿cómo fue? ¿por qué le pegaste a la gente?

-Porque los odio. Odio a la puta oligarquía. Odio a los blancos.

-Divino.

-Te odio Peña. Odio tu plata, odio tu casa, odio tus autos.

-Ja, ja, ja.

-Odio tu historia. Odio a la gente como vos, que defiende un país injusto e inequitativo. Odio a la puta oligarquía argentina. Los odio con toda la fuerza de mi corazón. ¿Entendés? Los odio. Nosotros somos bosta, caca, basura, para vos y para la lacra que es igual que vos. ¿Está?

-No. No está nada. No está nada. A mí no me patoteás.

-Sos un sirviente de la puta oligarquía nuestra, que la jugás de transgresor pero no tenés bolas para bancar lo que bancamos nosotros. Vos vivís en San Isidro. ¿Y sabes con quién estás hablando? Con Laferrere. Asentamiento El Tambo, manzana 1, lote 3. Los odio. Odio a las clases altas argentinas, que han hecho tanto daño, que han matado a tanta gente en nombre de una sola bandera, que es la bandera de su propia ganancia. Chau, querido.

Ese diálogo se reprodujo miles de veces. Y cada vez que sonaba, se repetía la palabra odio. Una vez. Otra más. El odio a D’Elía por su violencia, por su odio, por sus amenazas, por su color de piel. El odio a Peña por su color de piel, sus prejuicios, su alineamiento, sus supuestos autos, casas, o lo que sea.

Es difícil poner una fecha de cuándo se instaló el odio en la Argentina. Parece que nació con la patria misma. Pero hace exactamente diez años, en ese griterío sobre el odio, en ese absurdo conflicto que arrancó con un serio error técnico del equipo de Cristina Kirchner, el odio resurgió con una intensidad que había perdido y envenenó a gran parte de la sociedad. La liberación de Luis D’Elía volverá a alimentar, al menos en parte, ese espiral: el odio de quienes lo quieren porque estuvo detenido, el odio de quienes lo odian porque no pueden creer que vuelva a estar libre.

Desde el conflicto de aquel Gobierno con el sector rural, D’Elía se sintió cómodo con el discurso del odio. Sus líderes lo respaldaron, lo empujaron hacia ahí, y también lo hicieron propio. Aquel dirigente social de La Matanza que había militado con dignidad durante los años noventa se transformó, lamentablemente, en un provocador que insultaba a todo aquel -rico o pobre, peronista o antiperonista, rubio o morocho- que pensara distinto a él. Se alineó con dictaduras espantosas y hasta tuvo exabruptos antisemitas. D’Elía empezó a ser aplaudido y admirado por una minoría ruidosa pero resistido por el resto de la sociedad. El odio a «tus autos, tu casa, tu plata, tu historia» pasó a ser un programa político pero también una identidad, su razón de ser y, en última instancia, su condena personal. La suya y la de un Gobierno que sintió, equivocadamente, que en esa dinámica, la del odio, tenía mucho para ganar.

Cuando cambió el escenario político, lo que hicieron con él fue una barbaridad. Luis D’Elía fue encarcelado sin ninguna razón que lo justificara. El debate público argentino suele estigmatizar a mucha gente que actúa de manera distinta ante diferentes estímulos. El juez Claudio Bonadío, en los finales del kirchnerismo, realizó una notable y valiente investigación sobre la tragedia de Once que, en sus aspectos centrales, fue confirmada por todas las instancias superiores. En este caso, en cambio, metió preso a un grupo de personas sin explicar por qué, por la mera sospecha de que podrían interferir en sus causas. Encima, mientras a otros ex funcionarios los juntaban en pabellones privilegiados, a D’Elía lo enviaron a uno de presos comunes. ¿Por qué? ¿Porque era morocho?

Esto ocurrió en un contexto grave. El Gobierno acababa de salir muy fortalecido de las elecciones de medio término. Entonces, la Justicia Federal ordenó en pocas semanas una razzia contra personajes vinculados al Gobierno anterior. Eran detenidos sin justificación, con una frecuencia de dos veces por semana, bajo el repetido argumento de que podrían interferir en sus causas. El mismo sector de la Justicia que permitió la obscena corrupción de la cúpula del kirchnerismo ahora empujaba la venganza con la misma rigurosidad de entonces: ninguna.

Pero lo más delicado es que esos movimientos contaron con el aval explícito o implícito de un sector social que celebraba cada detención como un gol de su propio equipo, como si las agresiones recibidas durante el kirchnerismo hubieran generado un odio de sentido contrario, y ahora se sintieran liberados para expresarlo: había que meterlos presos como fuera. En estos días, Graciela Fernández Meijide tuvo la valentía de defender el derecho de Alfredo Astiz a la prisión domiciliaria, Graciana Peñafort sostuvo que Cecilia Pando no tiene por qué dejar de enseñar debido a sus ideas. Pero muy poca gente alertó que la detención de D’Elía era un disparate. Lo mismo ocurre con Milagro Sala: ¿cómo es que se justifica que alguien esté dos años y medio preso sin condena previa? Son hechos cuestionables y precedentes peligrosos.

Uno de los grandes desafíos, para cualquier agredido, consiste en no transformarse en un agresor cuando la coyuntura cambia y lo favorece. Algo de eso ha ocurrido en estos años y se nota tanto en las decisiones que tomaron los jueces, como en los elogios que recibían y en la falta de reacción ante lo que, ahora es evidente, era una práctica de brutos. La corrupción debe ser juzgada. Pero detener gente sin pruebas es otra cosa. Solo se justifica por el odio. La corrupción del gobierno anterior y sus métodos persecutorios provocaron una reacción visceral de muchos sectores de la sociedad. Por eso es tan necesario que los referentes sociales sepan explicar que la dinámica del odio -contra Macri, contra Cristina, contra los blancos, contra los negros, contra Chocobar, contra la víctima de Chocobar- destruye a los países. En lugar de eso, muchos de ellos se sumaron al clima de revancha.

No está claro hasta dónde el Gobierno fue responsable de estas situaciones. Pero en tiempos electorales, las estimuló, y en ningún caso se distanció de ellas.

Las instancias superiores de la Justicia comenzaron a corregir esos abusos. La liberación de funcionarios kirchneristas demuestra que no existe la dictadura macrista, ni tampoco un partido judicial monocromático. Luis D’Elia llegó a afirmar que estaba detenido por orden de Macri, la CIA y el Mossad. Pues bien: o no fue así, fue apenas una decisión de un juez, o ese trío de ases es intrascendente en la Argentina porque D’Elía y casi todos los otros funcionarios están libres. La democracia argentina tiene recursos insospechados.

Esas liberaciones dejan dos tareas difícilísimas.

La primera, que se haga Justicia respecto de la corrupción política y empresaria, desde el caso Báez hasta el escándalo Odebrecht. Para eso serían necesarios otros jueces o que los actuales, por una vez, empiecen a trabajar con rigor, honestidad y seriedad. La segunda tarea pendiente es aún más fatigosa: consiste en desactivar el círculo del fanatismo, la venganza y el odio, ese veneno que enferma al país desde siempre, pero que se reavivó exactamente hace diez años, cuando empezamos a insultarnos, y a sentirnos seguros, justificados, orgullosos por nuestras peores reacciones, Publicó Infobae.