Opinión

Ausencia de estrategias para pilotear un año electoral turbulento

Por Sergio Berensztein

Cuando el Presidente evalúa los principales logros de su gestión apela a criterios al menos curiosos: “Pusimos la economía en movimiento y aseguramos que todos los argentinos tuvieran cobertura de salud”, dice, como si lo segundo no hubiese estado resuelto antes de la pandemia y lo primero no fuera fácilmente contrastable. La economía se desplomó más del 10% en su primer año, una caída más estrepitosa que el promedio de América Latina y bastante más de dos veces que la media global. La Argentina mira cómo Chile, Brasil y México avanzan en sus programas de vacunación mientras los funcionarios balbucean explicaciones incoherentes respecto de los insólitos retrasos. Las urgencias de la coyuntura siempre entorpecieron el devenir de un país que no tiene ni tuvo un plan estratégico de desarrollo y que pagó por eso un precio exorbitante en términos de decadencia, pobreza y marginalidad. En lugar de aprender, seguimos improvisando e incurriendo en errores infantiles.

El Gobierno se hace cargo de un costo político alto al emitir declaraciones extremas para luego recular y ofrecer alternativas muchísimo más moderadas. ¿Para qué aparecer tan radicalizado si no existe la intención ni el interés de concretar amenazas que alteran el entorno político y de negocios y, sobre todo, generan derrotas reputacionales tan significativas? Incluso desde la perspectiva de los segmentos más extremistas de la coalición gobernante, que tienen el derecho de envalentonarse cuando el propio Presidente parece uno más de los suyos, estos volantazos súbitos deben producir desencanto y frustración. Es muy probable que, de este modo, Alberto Fernández termine sin el pan y sin la torta: mirado con desconfianza por el sector privado, receloso del “doble comando” (que para muchos en realidad está acotado al poder real que ejerce Cristina) y ratificado en sus credenciales de “blando” y “tibio”, como lo definió Diosdado Cabello.

Hay, de todas formas, un elemento a tener en cuenta que casi nadie advierte y que no es en absoluto menor: la cadena agroindustrial en general y la Mesa de Enlace en particular pueden sentirse satisfechas al haber evitado, o al menos postergado, el peor escenario. Sin embargo, las retenciones como instrumento de política pública quedan más firmes que nunca. Macri ya se había visto obligado a incrementarlas. Fernández, que continúa a regañadientes con muchas de las políticas de ajuste que su predecesor se vio forzado a implementar y cuyas inevitables consecuencias redujeron drásticamente sus chances electorales, incluyendo la caída del salario real, puede sentirse satisfecho de que con excelentes precios internacionales y con perspectivas de que el volumen de producción aumente gracias a las recientes lluvias podrá beneficiarse de un aumento muy importante de la recaudación gracias a este mecanismo distorsivo.

El campo es apenas uno de los terrenos en los que el país construye una agenda pública que desconoce cualquier tipo de reflexión o de mirada de largo plazo: está constituida sobre la base de egoísmos extremos, búsquedas de ventajas ínfimas o situaciones que se salen de control, ocupan la atención mediática y que merecen ser atendidas, como ocurrió con los centros de aislamiento formoseños. ¿Qué se puede esperar ante esta situación más que comportamientos erráticos, contradictorios y mayormente fallidos? En lugar de identificar los problemas y elaborar algún tipo de respuesta temprana, se opta por esperar hasta que el estallido se vuelva inevitable, lo que hace que las soluciones resulten siempre extremadamente caras y, en muchos casos, inviables. Para hacer un paralelismo con el mundo de la salud: nuestro país nunca atiende un caso de apendicitis; siempre se preocupa cuando la situación llegó a peritonitis. Los conflictos se abandonan hasta que escalan a un punto en que cualquier remedio que se aplique resultará subóptimo.

Con los títulos públicos cotizando de nuevo a precio de default, en un clima de absoluta desconfianza, la única opción disponible que encuentra el Gobierno es financiar el déficit fiscal con inflación. Así, la “solución” de corto plazo se convierte en su principal problema, en especial en un año electoral. Aunque concurran a reuniones multitudinarias y escuchen de los funcionarios públicos conceptos políticamente correctos como “diálogo” y “consenso”, ningún actor económico relevante cree que este año la inflación pueda acercarse a la meta del 29% que plantea Martín Guzmán. Para peor, según el último sondeo de D’Alessio IROL-Berensztein, el 80% de la población considera la inflación su principal preocupación: un ítem en el que Alberto Fernández cumplió con su promesa de cerrar la grieta. En este complejo contexto, el Gobierno propone un peculiar galimatías que, de acuerdo con los antecedentes históricos disponibles dentro y fuera de la Argentina, se encamina a un irremediable fracaso: controles de precios combinados con paritarias “sin techo”. Imposible no alimentar las expectativas inflacionarias con esquemas voluntaristas y carentes de sentido común.

La segunda gran preocupación es la inseguridad: un fracaso del Estado que se instaló hace décadas y que cambió tanto formas de vida y de sociabilidad como hábitos cotidianos. Constituye un eje permanente en la conversación de todos los segmentos de una sociedad fragmentada y polarizada. En este marco, el dramático caso del femicidio de Úrsula constituye un golpe fulminante a las posturas mal llamadas “garantistas”: no hay manera de utilizar el arsenal conceptual de los sectores “abolicionistas”. El principal sospechoso había sido varias veces denunciado y no debía estar en libertad. Las pujas e internas policiales son debatidas hasta entre taxistas y pasajeros, tal como ocurría hace cuatro décadas entre los sectores “aperturistas” y “duros” de la dictadura militar.

Con la inflación y la inseguridad empeorando de forma acelerada, sin planes para mitigarlas ni discursos homogéneos para influir en las expectativas de ciudadanos y agentes económicos, el Gobierno busca, de todas formas, aferrarse a un desmembrado optimismo que se fundamenta en una supuesta recuperación económica luego de la brusca caída de 2020. Habrá algún rebote (muy) parcial, aunque el propio FMI ya corrigió hacia abajo su estimación (en torno al 4%). Esto supone que funcionará el acuerdo político (sin representantes de la oposición) que el Presidente considera vital para evitar una escalada inflacionaria. El fantasma de otra crisis cambiaria amenaza con entorpecer los planes del oficialismo. Y la tentación de atrasar el valor del dólar oficial (Guzmán declaró que aumentaría un 25% a lo largo del año) puede resultar, una vez más, un tiro por la culata: el cepo a las importaciones no permite que mejore el humor de los consumidores y los profesionales de las finanzas perfeccionarán los mecanismos para adelantarse a la inevitable corrección.

Estamos recién en el despegue de un año electoral y la acumulación de conflictos anticipa turbulencias. Un gobierno dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguir un voto evita la acción que podría darle el mejor resultado posible: gobernar bien, con una agenda que apueste al crecimiento y una mirada de largo plazo capaz de sacar al país de la decadencia secular en la que sigue hundiéndose desde hace décadas.

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