Cultura

Atahualpa Yupanqui: Prendido a la magia de los caminos

Guerra Fría, pampa, persecución y gloria. A 25 años de su muerte, por qué su legado está más vivo que nunca

El 15 de mayo de 1946, en Abra Pampa, Jujuy, 174 kollas comienzan una peregrinación a Buenos Aires para reclamarle al gobierno nacional la restitución de sus tierras. Luego de casi tres meses y 2.000 kilómetros de marcha, el llamado Malón de la Paz entra en Plaza de Mayo con sus mulas y carretas. Es un día invernal radiante y los porteños reciben a los expedicionarios con una mezcla de admiración y curiosidad pintoresquista. El general Perón los saluda desde el balcón presidencial vestido con su uniforme militar y los invita a una reunión en el jardín de la Casa Rosada. Los kollas no lo pueden creer: es una reivindicación inédita para los sobrevivientes de un pueblo sometido y esclavizado, publicó Rolling Stone.

El Estado los aloja en el Hotel de los Inmigrantes y durante un par de semanas los kollas desfilan por todos lados. Incluso juegan un partido de fútbol como preliminar de un River-Boca. Pero algo huele mal en el fondo de todo ese raid mediático; la estadía se alarga y las respuestas no aparecen. El 27 de agosto, sin aviso previo, el gobierno decide que es hora de que los indios vuelvan a casa. En la madrugada del 28, la Policía Federal gasea los dormitorios del hotel y se lleva a los kollas de los pelos. En Retiro los obligan a abordar un tren al noroeste, donde los esperan los capataces con el látigo en la mano.

El 1º de septiembre, Héctor Roberto Chavero, mejor conocido como Atahualpa Yupanqui, publica un artículo en el periódico comunista La Hora titulado «¡Hermano kolla!», en el que se solidariza con los indios reprimidos. «Todas las voces del arte barato, del provincianismo comercializado, te llamaron a sus centros», escribe Yupanqui en plena conmoción. «Hasta que al fin supiste cómo duele el engaño. Tú, indio del Ande, mestizo de la Puna, huésped de Buenos Aires, fuiste echado a patadas.»

A los 38 años, Yupanqui era uno de los cuadros intelectuales más importantes del Partido Comunista argentino (alineado en ese entonces con Stalin), y sostenía un enfrentamiento tajante con el peronismo, al que veía, en el tablero binario de la joven Guerra Fría, como una expresión criolla del fascismo. Yupanqui era ya una figura importantísima del folclore nacional, un juglar que recorría la patria cantando historias de gauchos e indios, y un investigador riguroso de las tradiciones musicales de cada región. Era el rapsoda de los desposeídos, el traductor de los silencios de la pampa («El hombre canta lo que la tierra le dicta»), un espíritu antiguo contando el drama humano en la era moderna. Un periodista anónimo lo describiría así: «Atahualpa es un hombre joven, pero su actividad es tan copiosa, y su fama tan larga, casi legendaria para muchos, que podría parecer cercano a la ancianidad».

«¡Hermano kolla!» le valió un lugar destacado en la lista negra del peronismo. A partir de ésa y otras columnas críticas, el camarada Yupanqui fue prohibido en radios, desaconsejado en escenarios y encarcelado algunas veces. La primera detención fue en abril de 1948, mientras tocaba la guitarra en una reunión partidaria. Al mes siguiente publicó en La Hora una columna en la que responsabilizaba de su situación a «los elementos reaccionarios y pronazis incrustados en el gobierno». «Es pública, pues, mi obra, como es pública mi pobreza», decía Atahualpa. Su fuerza, añadía, radicaba en su guitarra, en la que «caben todas las angustias de mi pueblo».

Cronista, soldado y rehén de un mundo en plena reconstrucción, Yupanqui se escapó a Montevideo en mayo de 1949. Tenía un hijo recién nacido -fruto de su relación con la francocanadiense Nenette Pepin- y otros cuatro a los que había dejado, como olvidados junto a sus madres, en tierras pampeanas y tucumanas. Después de algunas actuaciones en Uruguay, las filiales rioplatenses del PC, a instancias del Comité Central de Moscú, le armaron una gira por Europa del Este. Con una identidad falsa tramitada por el partido, Yupanqui voló a París a comienzos de agosto en un avión de KLM, previas escalas en Dakar, Lisboa y Ginebra. Veinte años después sería un ciudadano adoptivo de la capital francesa, pero entonces era un anónimo, «un artista errante, uno de los miles de desconocidos que transitaban las madrugadas de París mirándolo todo», como escribió en el libro La capataza. «Restaurantes, cafés, gentes y pintorescos tranvías, como si cada noche me estuviera despidiendo de ellos.»

Pasó un mes allí y luego voló a Praga. En Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumania tenía programados conciertos y participaciones en conferencias. Estudió los folclores de cada país y vivió la experiencia soviética en su momento triunfal, con la victoria sobre el Reich todavía caliente. El entusiasmo político de Yupanqui frente a la realidad socialista fue grande, y quedó documentado tanto en sus crónicas partidarias como en la correspondencia personal. «Anhelo fervientemente que esta experiencia (el comunismo) pueda realizarse en mi tierra nativa, cuanto antes», le escribió a Nenette en noviembre del 49. (Años después, desencantado con el comunismo y hojeando un libro de fotos de la Budapest de posguerra, le diría a su hijo: «No encontré allí pueblos con alegría».)

Los públicos del este quedaron fascinados por el sonido misterioso de esa guitarra. Aun cuando casi nadie le entendiera una palabra, sabían que sus canciones hablaban de la libertad, de la explotación del hombre por el hombre, conflictos universales que ellos adaptaban a su batalla cultural contra el capitalismo. Yupanqui ya había grabado para entonces un buen puñado de clásicos -«Viene clareando», «Piedra y camino», «El arriero»-, pero, más allá de su obra, era la vibración remota de esas cuerdas, la profundidad dramática de su voz lo que conmovía en todas partes. «La forma», diría Yupanqui muchos años después, «tiene que ser nacional y el contenido universal».

En ese viaje no llegó a Rusia porque los fondos del PC se acabaron antes. Volvió a París sin agenda, y le costó muchísimo hacer pie. Paraba en un hotel pulgoso del Barrio Latino y comía una vez al día. En ese tiempo conoció brevemente a Matisse y a Picasso, pero fueron dos poetas camaradas, Paul Eluard y Louis Aragon, los que movieron las fichas para que pudiera tocar. Los conciertos en La Maison de la Pensée y en la sala Pleyel fueron muy bien reseñados, y anticiparon un evento de quiebre en la carrera de Yupanqui, ocurrido en el punto exacto de la mitad de su vida.

 
En vivo en París, en 1968. Foto: Gentileza Fundación Atahualpa Yupanqui
 

«Edith Piaf cantará para Ud. y para el gran guitarrista argentino Atahualpa Yupanqui», anunciaban los afiches que empapelaron París en el verano europeo de 1950. ¿Cómo había pasado? Una noche en la casa de Eluard, Yupanqui conoció a Piaf, por entonces una estrella nacional de 34 años camino a convertirse en leyenda. No está claro si Piaf lo había visto tocar en Pleyel, pero en lo de Eluard se mostró fascinada por el sonido de su guitarra, su aura artística exótica, cargada de una rara modernidad. Le preguntó dónde estaba trabajando.

-En ninguna parte -le dijo Yupanqui-. Ya me vuelvo a mi tierra.

-No podés irte sin que París te escuche.

El 7 de julio, en el teatro Ateneo, en un concierto «pour la elite» (como lo definiría Atahualpa), el gorrión le cedió el cierre al payador perseguido. Cuando Piaf terminó de cantar, lo llevó hasta el centro del escenario de la mano, exclamó «Voilá Yupanqui!» y dejó que el guitarrero hiciera su embrujo. Después de tocar un set de milongas, bagualas y zambas, se retiró ante una ovación descomunal. Piaf le entregó la recaudación completa de la noche. «La necesitás más que yo», le dijo.

«Toqué como pocas veces había tocado», escribió Yupanqui en una carta a Nenette, ya cerca del regreso. El 20 de julio del 50, voló a la Argentina convertido en un músico de culto internacional. En su patria lo esperaban un gobierno que lo había confirmado como enemigo y un hijo de 2 años que no lo reconocía, y que empezó a patearle los tobillos cuando vio cómo ese grandote extraño se ponía a bailar con su madre.

Un día de 1957, Roberto «Kolla» Chavero iba de la mano de sus padres, Atahualpa Yupanqui y Nenette Pepin, por el microcentro de Buenos Aires para cortarse el pelo en Gath & Chaves. Cerca de la galería, la familia vio venir a un morocho macizo. Cuando les pasó por al lado, después de insinuar una sonrisa torva, el tipo inclinó la cabeza y dijo:

-Adiós, don Chavero.

Yupanqui respondió fríamente:

-Que le vaya bien.

El hombre, supo el Kolla después, era José Faustino Amoresano, uno de los dos cabecillas de la Sección Especial -el otro era Cipriano Lombilla-, adonde iban a parar muchos presos políticos durante el gobierno de Perón.

El peronismo ahora estaba proscripto y el general Aramburu, al frente de la autoproclamada Revolución Libertadora, gobernaba de facto la nación, pero el 1º de febrero de 1951, poco después de cantar con Piaf en París, Yupanqui había sido detenido -junto con el escritor Alfredo Varela- en la puerta de la embajada de la Unión Soviética en Buenos Aires, luego de asistir a la proyección de La caída de Berlín. Los policías pretendían que los dos afiliados del PC firmaran una declaración en la que admitían haber orinado en la puerta de la sede diplomática. Se negaron y fueron llevados a la Sección Especial.

En el despacho de Lombilla, a Yupanqui lo golpearon con furia y método. Según denunció en esos días el periódico Nuestra Palabra, los torturadores soltaron una máquina de escribir sobre la mano derecha del guitarrista (probablemente ignoraban que era zurdo) y le quebraron el dedo meñique. Luego fue llevado a un calabozo, donde lo desnudaron y le tiraron baldazos de agua sucia, tinta y desperdicios. Finalmente lo trasladaron a la cárcel de Villa Devoto, acusado de «orinar en la embajada de una superpotencia». Permaneció allí unas tres semanas.

«Toda esa etapa lo ayudó a elaborar el dolor, el miedo, el rencor», dice el Kolla en su departamento del centro de Córdoba. «Jamás le escuché una frase de reacción contra eso, sino una serena reflexión sobre todo lo que había vivido.»

El Kolla también canta y toca folclore, y este año grabó las coplas de «Juan Prisionero» que Yupanqui escribió en Devoto. Hay un pasaje que siempre lo ayudó a entender la ética de su padre: «Carcelero, cuando pasas/Haciendo sonar las llaves/Te veo como a un esclavo/De cosas que tú no sabes». «El no culpaba a los ejecutores», dice el Kolla, «sino a los ideólogos».

Un par de décadas más tarde, censurado también en el último tramo de la dictadura del 76, Yupanqui le envió a su hijo por correo un casete que recopilaba algo de la música que había estado escuchando en el último tiempo en París. «Estas canciones, Kollita, me han ayudado a estar cerca de mi patria…», decía antes de dejar correr versiones de temas suyos que había hecho Mercedes Sosa («Piedra y camino», «Luna tucumana», «El alazán»). También había dos grabaciones de Dino Saluzzi: «La añera», de Yupanqui, y «La algarrobera», una chacarera de José Gerez que el Kolla, cuando era chico, hacía girar una y otra vez en el tocadiscos. «José Gerez», decía Atahualpa en su mixtape telúrico. «El único de mis compañeros en las noches de música que fue a la cárcel a llevarme cinco pesos y un peine.»

La filiación de Yupanqui al PC se extendería hasta 1952. Esencialmente libertario, no podía durar tanto en la estructura verticalista y acatadora de la organización. Además, necesitaba trabajar. Sin dejar de ser opositor, Yupanqui estableció algún tipo de tregua frágil con el gobierno de Perón, nunca del todo dilucidada, pero a partir de entonces la prohibición se fue descongelando. En el 53 renunció públicamente al PC, que lo acusó de traición, entre otras tantas cosas. Yupanqui volvía a ser el llanero solitario que había sido. En su excelente biografía, En nombre del folclore (2008), Sergio Pujol resume el destino de paria del trovador, un caso simbólico del drama político nacional: «Para la derecha siguió siendo ‘ese viejo comunista’; para los comunistas, un traidor, y para los peronistas, un gorila». Finalmente «ese territorio, el de la soledad, era su verdadero país».

Una de las primeras apariciones de Atahualpa Yupanqui en un medio nacional es en la revista Caras y Caretas, en enero de 1934. En la foto, un morocho de 26 años, flaco, trajeado, con el pelo peinado para atrás y el mocasín diestro sobre un banquito empuña la criolla y clava los ojos aindiados en la cámara. Podía ser el anverso rural de Carlos Gardel -a quien Yupanqui admiraba- en el año previo a la muerte del Zorzal. El epígrafe describía al nuevo valor del folclore como «hijo de un cacique de la tierra de los Incas». Ya desde ese bautismo público, la vida de Yupanqui proyecta una zona borrosa entre biografía y leyenda, pasado y reconstrucción, verdad y fábula.

«Es Yupanqui el que me lleva por el mundo. Mi otro yo se quedó mirando una vieja pampa y un caballo perdido.»

El padre de Atahualpa, José Demetrio Chavero, había sido en realidad un peón de ferrocarril «de cuarta o quinta categoría», además de domador de caballos y buen bailarín de escondidos y lanceros. Era un criollo -sus antepasados se habían instalado en la zona de Loreto, Santiago del Estero, a comienzos del siglo XVII- con algún rastro de sangre india. Por eso en casa de los Chavero se hablaba quechua. La madre de Atahualpa, Higinia Haran, era hija de vascos. «Llevaba en mi sangre el silencio del mestizo y la tenacidad del vasco», escribió Yupanqui en su libro de memorias El canto del viento.

Héctor nació el 31 de enero de 1908 en el Campo de la Cruz, a mitad de camino entre Pergamino y Colón, en el norte de la provincia de Buenos Aires. En su casa sonaban las vidalas en manos de su padre y su tío, pero su primer gran maestro de guitarra fue Bautista Almirón, un músico culto que le hizo escuchar a Schubert, Liszt, Bach, Beethoven, Schumann, Scarlatti. «Toda la literatura guitarrística pasaba por la oscura guitarra del maestro Almirón, como derramando bendiciones sobre el mundo nuevo de un muchacho del campo, que penetraba en un continente encantado», rememoraba Yupanqui.

Sin embargo, su fascinación eran los cantos anónimos de los gauchos en los galpones, cuando el viento traía su «alquimia cósmica» al final de las jornadas de trabajo. «Mientras a lo largo de los campos se extendía la sombra del crepúsculo, las guitarras de la pampa comenzaban su antigua brujería.» Después de colarse en esas rondas de paisanos («El destino del canto era serio, porque estaba ligado al destino del hombre»), Héctor volvía a su habitación acatando el silbido del padre. Entonces, «me tendía sobre mi pequeño catre de tientos, sintiendo que el corazón me dolía de tantas emociones».

Su primer contacto con la muerte fue cuando vio cómo asesinaban de tres balazos en la espalda a Genuario Bustos, un gaucho al que admiraba. Lo vio caer mientras montaba en su redomón, y las últimas palabras de Bustos le quedaron grabadas para siempre: «¡Así no se mata a un hombre!». Pero la vida le cambió de verdad el 15 de noviembre de 1921, cuando don Demetrio, sin dejar su puesto de trabajo, se pegó un tiro con la Smith & Wesson que siempre tenía a mano.

Así es como Héctor se salteó la adolescencia. A punto de cumplir 14 años, y sin abandonar la escuela, pasó a ser jefe de familia. Trabajó en un depósito de carbón y forraje, y empezó a hacer changas en una escribanía. A los 16 entró en la redacción de La Verdad de Junín como tipógrafo y corrector de pruebas. Mientras accedía al mundo cultural por los márgenes del periodismo, firmaba sonetos «malísimos» en el periódico escolar con el alias de Atahualpa, en honor al último soberano del Imperio Inca. Años después se agregaría el Yupanqui, y sabría que el nombre completo, desarmado y traducido del quechua, significa algo como «El que viene de lejos a contar». Siguiendo un mandato que lo haría célebre («El hombre es tierra que anda»), desde entonces no dejó de moverse. «Es Yupanqui el que me lleva por el mundo», diría años después. «Mi otro yo interior se quedó junto a las espuelas de mi padre mirando una vieja pampa y un caballo perdido.»

Su primera composición acabada, entre los 18 y los 19 años, fue «Camino del indio», convertida más tarde en himno de la causa indigenista. De los valles calchaquíes a la ciudad de Buenos Aires, de Pergamino a Bolivia, Yupanqui viajaba con su guitarra sin estuche por todas partes, muchas veces montado a caballo, tocando donde podía (alguna vez dijo que su debut porteño fue como número vivo previo a la transmisión radial de Firpo-Dempsey, la histórica pelea de 1923). En el 31 se casó en Junín con su prima María Alicia Martínez y, en busca de una mejor situación laboral, se mudaron a Tala, Entre Ríos. Años después Yupanqui resumiría así su currículum a la fecha: «Desconocido músico, ignorado coplero, improvisado maestro de escuela, tipógrafo, cronista, vagabundo y observador».

Los Chavero-Martínez tuvieron allí a su primera hija, Alma Alicia. Pero Yupanqui no iba a ser nunca un padre de familia. En el 32, mientras nacía su segundo hijo (Atahualpa Roberto), se sumó a la revuelta yrigoyenista de los hermanos Kennedy, tres entrerrianos duros de origen irlandés que lideraron un levantamiento contra Uriburu. Un hecho permanecería como sombra en la memoria del cantor: el asesinato a quemarropa del policía que custodiaba la puerta de la comisaría de La Paz, un paisano que ni sospechaba el conflicto político que lo había convertido en blanco. Para Yupanqui, ese policía era como el carcelero que veinte años después lo vigilaría en Devoto. Un esclavo del poder.

La revuelta fracasó y los insurrectos debieron fugarse por el río Uruguay. Dejaron sus caballos en el camino, se refugiaron en la Isla de las Víboras y sobrevivieron asando carne de iguana. Atahualpa se exilió en Uruguay y en el 34 volvió y se radicó en Rosario, o más bien hizo base, porque nunca se quedaba quieto. Al año se fue a Tucumán, donde vivió una década crucial, en la que escribió algunas de sus mejores canciones. Yupanqui ya era un músico de prestigio. Radio El Mundo lo convocó para su inauguración de 1935 y en el 36 empezó a grabar para el sello Víctor. Ese año nació su tercera hija, Lila Amancay. Sin embargo, el matrimonio se rompió y María Alicia regresó a Junín con sus tres hijos. Yupanqui casi no participaría de sus crianzas, como tampoco estaría para Quena, la hija que tuvo en Tucumán con la pianista Lía Valdez, a quien dejaría a mediados de los 40 por otra pianista.

Antonietta Paule Pepin-Fitzpatrick, alias Nenette, había nacido en 1908 (como Atahualpa) en una isla colonial francesa de la costa este de Canadá. La familia se mudó a Francia durante la Primera Guerra Mundial y Nenette, al finalizar el secundario, viajó a Buenos Aires con una compañía de danza. Se quedó y se desarrolló como concertista de piano, compositora e investigadora musical. Conoció a Yupanqui en Tucumán, en un viaje de estudios folclóricos en 1942. Después de un par de años de relación epistolar, en el 46 empezaron a convivir y alumbraron a Roberto, al que el padre apodó el Kolla, el único hijo que Yupanqui reconoció cabalmente y más allá de la ley. Además de estar juntos -muchas veces a la distancia- hasta la muerte de ella en 1990, Nenette y Yupanqui constituyeron una de las duplas autorales más fructíferas y elevadas de la historia argentina. Muchas de las mejores piezas de Yupanqui -«Luna tucumana», «El alazán», «Guitarra, dímelo tú», «Indiecito dormido», «Chacarera de las piedras»- fueron potenciadas por los arreglos clásicos de Nenette, progresiones armónicas que componía al piano y que Yupanqui traducía en arpegios criollos cargados de misterio, constelaciones bordadas en ese «cielo al revés» que era para él el paisaje pampeano.

Para los créditos fonográficos, y atendiendo al prejuicio de la época y de la escena folclórica, Nenette eligió firmar con un seudónimo autóctono y masculino: Pablo del Cerro. Pablo por Paule, y del Cerro por el Cerro Colorado, el pueblo perdido en el norte de Córdoba, cerca de Santiago del Estero, que la pareja había convertido en su refugio. Y del que Yupanqui diría alguna vez: «Acá es donde empieza América Latina».

Yupanqui y Enrique Gómez Molina se habían conocido a fines de la década del 30. Gómez Molina trabajaba en la extracción de minerales, pero también tenía un proyector de películas, una novedad tecnológica con la que recorría los caminos. Un día los dos decidieron montar una especie de cine itinerante. Salían a la ruta en un camión desvencijado, paraban en los pueblos y proyectaban cintas mudas del viejo Hollywood en una sábana atada a dos árboles. Cobraban diez centavos al que quisiera ver la pantalla de frente y cinco al que se conformara con el dorso. Después, Yupanqui tocaba algunas canciones y la varieté cerraba con una competencia de malambo.

Así llegaron al Cerro Colorado, en cuyos alerones de montaña se escondían las pinturas rupestres talladas cientos de años atrás por sanavirones y comechingones, esos soles, llamas y deidades grabados en piedra que Leopoldo Lugones había encontrado a comienzos del siglo XX. Yupanqui, lector de Lugones, se emocionó ante las pinturas. Pero más allá de ese rasgo etnográfico que le interesaba, el Cerro era un buen lugar en el que descansar, tomar algo, pasar el rato entre paisanos y chinas, jugar a las cartas y tocar la guitarra.

En 1938, en una de sus primeras visitas, Yupanqui estaba en la pulpería de los Argañaraz, en la entrada del pueblo, cuando apareció un chico de unos 15 años y le preguntó si podía ir a tocar unas canciones para su padre, que estaba inválido en su rancho. Yupanqui accedió y cantó para el viejo, Eustasio Barrera, que quedó encantado. (Su hijo sería también un guitarrista legendario que pasó a la historia como el Indio Pachi.) Cuando volvió al Cerro, unos meses después, la función privada se repitió. Don Barrera, emocionado al final de la guitarreada, le dijo en gesto de gratitud: «Este es mi terreno. Tire un par de lazos y elija dónde armarse un rancho para venir a descansar cuando lo necesite». Yupanqui ya era medianamente conocido, pero su situación económica era precaria, y lo seguiría siendo durante un par de décadas. Así que no dudó en aceptar el don. Tiró unos lazos en un páramo sobre el río Los Tártagos, metido entre los cerros, y de a poco, a lo largo de los años, fue armando ahí su rancho, un lugar apartado de las batallas políticas, las mujeres perdidas, los hijos abandonados. Sería también la casa vacacional que tendría con Nenette y el Kolla, lejos del domicilio oficial en el barrio porteño de Las Cañitas, y un lugar al que volver entre las largas estadías parisinas que se hicieron regla a partir de fines de la década del 60, cuando Yupanqui conquistó el mundo con su guitarra. Hoy la casa es un museo que atrae a curiosos y adoradores, y es el principal atractivo turístico de este pueblo rural de 300 habitantes.

Es un domingo de niebla de comienzos de otoño y en el Cerro Colorado podría ser cualquier tiempo. Excepto por el tendido eléctrico o el paisano que negocia por celular la transacción de un potro por una mula montado en un alazán de buena prestancia, este páramo se parece bastante al lugar al que llegó Yupanqui hace 80 años. El almacén de los Argañaraz sigue ahí, pero el otro boliche al que solía ir, el de Justiniano Martínez, hoy es un buffet oscuro que despacha helados marca Grido.

 
En el Cerro Colorado, al norte de Córdoba, a fines de los 50. Foto: Gentileza Fundación Atahualpa Yupanqui
 

La casa museo se llama Agua Escondida. Yupanqui les había dicho a los changos que trabajaban en la albañilería que cavaran hasta encontrar agua. Ellos le dijeron que ahí no había nada, pero don Ata insistió. Así que cavaron dos metros hasta toparse con una piedra. Dando por hecho que se había equivocado, lo dejaron ahí. Al día siguiente, cuando volvieron al lugar, el pozo se había tapado de agua hasta la mitad. «¿Vieron que había agua escondida?», dijo Yupanqui.

Nacido en 1975, Emiliano Chavero, hijo del Kolla y nieto de Atahualpa, está a cargo del museo. La historia del padre ausente se repitió: después de una separación temprana, Emiliano se quedó con su madre y el Kolla casi no lo trató hasta que tuvo 20 años. Por eso Emiliano conoció muy poco a sus abuelos -el Tata y Nenette- y no se interesó en absoluto en la obra de Yupanqui hasta bien pasada la adolescencia.

En una entrevista con Mona Moncalvillo para la revista Humor, en 1981, Yupanqui respondía sobre sus nietos, y casualmente mencionaba a Emiliano, por entonces de 6 años. La pequeña anécdota sirve para ilustrar el tipo de relación que une a la línea masculina del clan. «El otro día», decía Yupanqui, «el niño quería decirme algo y como yo es­taba ocupado, conversando, me to­caba la pierna y me decía ‘Tata. Tata.’. Yo no le daba bolilla, insis­tió tanto que le toqué el brazo como diciendo ‘no moleste, chiquito’. Entonces se cansó de no ser atendi­do, me golpeó el hombro y me dijo ‘Che, Yupanqui.’ como dicien­do, ‘me atendés o no me atendés, artista’. Ese va a ser un peligro…».

A Emiliano no le gusta la exposición. Hace su trabajo en silencio. Cuando llegó al Cerro hace quince años para encargarse del museo, en un movimiento que parecía dirimir ese viejo desencuentro familiar, Emiliano pintó la casa, hizo la instalación eléctrica, arregló El Silencio -el idílico rincón rural en el que Yupanqui sabía refugiarse para meditar y tocar la guitarra bajo un algarrobo- y ordenó las cuentas. Hoy organiza tres pequeños festivales tributo y recibe más de 20.000 visitantes por año. Tiene un hijo de 2 al que bautizó Demetrio, como el padre del Tata. Emiliano duerme casi siempre en la parte del museo que se conserva como vivienda. Su mujer tiene una casita aparte en el centro del Cerro.

Los rastros de Yupanqui se esparcen por todo el pueblo. El primer paisano con el que me cruzo, un carnicero de bigote tupido, resulta ser Víctor Ramírez, alias el Peti, nieto de doña Guillerma (la trenzadora que inspiró una famosa canción) e hijo de Samuel Ramírez, uno de los grandes compañeros de aventuras de Yupanqui. Cuando hombres como ellos enfilaban a caballo para el lado del Pantano, sus mujeres sabían que podían pasar varios días hasta que volvieran. Las noches largas en el boliche La Serranita quedaron inmortalizadas en la «Chacarera del pantano». Pero no todo era juerga. En el libro póstumo Este largo camino, una serie de memorias rescatadas por Víctor Pintos (editor también del fundamental Cartas a Nenette), Yupanqui recuerda a don Samuel: «Más de una vez, cuando amenazaban con quemarme la casa, aquí la familia ha visto un cigarrillo en medio del monte, a las tres o cuatro de la mañana, y no era alguien por atropellar, sino Samuel Ramírez con algún amigo cuidando mi casa, porque yo estaba preso».

Yupanqui modeló la figura del solista argentino. Su peso simbólico sólo se compara con el de Gardel.

Hugo Argañaraz nació justo cuando Yupanqui llegó al pago por primera vez: 1938. Un par de décadas después atendía el almacén familiar. En esa época no había luz. Las casas se alumbraban con sol de noche y las heladeras andaban a querosén. En la pulpería se servía más que nada ginebra, a veces manchada con un chorrito de fernet, y vino en vaso. Se jugaba al truco por la vuelta, se fumaban cigarrillos armados y los paisanos ataban los caballos en la puerta. Todos vestían con boina y alpargatas. Yupanqui, pampeano al fin, era el único que andaba con sombrero y bombacha. Su caballo favorito era el Extraño (nombre repetido en el linaje familiar), «un zaino oscuro, mestizo, muy nervioso y sumamente veloz».

El padre de Hugo, Sixto Roberto Argañaraz, era otro de los grandes amigos de Yupanqui, y el que le daba alojamiento hasta que armó la casa. «Los dos eran amantes de la libertad», dice Hugo, algo así como la memoria viva del paso de Yupanqui por el Cerro. Su anecdotario es amplio. Cuenta una historia que ilustra la fama de mujeriego intratable del patriarca del folclore. Cuando volvió para refugiarse después del encarcelamiento del 51, se le hizo un gran asado de recibimiento en casa de los Argañaraz. En plena celebración apareció alguien a caballo diciendo que el rancho de Yupanqui se estaba quemando. Una amante que lo había estado esperando, al ver que Atahualpa volvía al pago de la mano de Nenette y un hijo, tiró una molotov por la ventana. Más allá del incendio de un catre de tientos, no hubo mayores daños.

Podía ser bastante arisco, o ácido cuando lo creía necesario. Lo demostró públicamente a partir de los años 60, cuando ironizaba sobre la nueva generación del boom folclórico, pero también podía usar sus recursos de payador punzante y jinete de caballos bravos cuando estaba en la intimidad. Un día en un casamiento en el pueblo, don Ata sacó la guitarra y se armó una ronda grande. Ahí nomás estrenó «Chacarera de las piedras», una melodía compuesta por Nenette que sería un clásico con innumerables versiones, de Mercedes Sosa a Abel Pintos. Cuando llegó el estribillo que menciona los pueblos de la zona -«Caminiaga, Santa Elena, El Churqui, Rayo Cortado/ No hay pago como mi pago, ¡viva el Cerro Colorado!»-, un paisano ebrio empezó a despotricar: «Caminiaga es para la mierda mejor que el Cerro. ¡Si nosotros les trancáramos el río, ni agua tendrían!». Atahualpa se acercó y le puso la guitarra en el pecho. «Tome, paisano», le dijo, «cántele a su pago. ¡Cántele a su pago, paisano!», y el borracho se alejó masticando la derrota.

En Argentina, Yupanqui modelo la figura del cantautor solista, que casi no existía antes de él. Su peso simbólico sólo se compara con el de Gardel, figuras míticas cuyo legado no puede medirse en la cantidad de versiones que se hayan grabado de su repertorio -innumerables en ambos casos- o en el nivel de popularidad del que gocen sus canciones. Yupanqui es más bien una omnipresencia, una energía ubicua. Sus melodías de guitarra, sus versos, su ética artística son algo así como una supraconciencia del folclore de todas las provincias. El legado del gaucho zen, del criollo metafísico, del beatnik de las pampas influye de manera directa o indirecta, pero además su obra suena tan ancestral como contemporánea. «Le tengo rabia al silencio», «A qué le llaman distancia», «Guitarra, dímelo tú», «Los hermanos» siguen siendo canciones relevantes. Por más que el mundo se transforme a cada rato, hay algo ahí que parece tallado en piedra lunar, y que se renueva como un antídoto dinámico. La música de Yupanqui es una promesa eterna de salvación.

La conciencia de un presente inagotable era crucial en Yupanqui. En un reportaje de 1948 dijo: «Una de las cosas que deberá dejar el tango y su letra es el eterno llanto por el desamor, y otra la búsqueda incesante del arrabal. El tango debe vivir 1948 y no mirar hacia atrás». Cronista de vocación, dejaba ver en esa charla su talento para la crítica musical: «No es casual que el bandoneón tenga un papel preponderante en la orquesta típica. Su voz gangosa recuerda a la jerga del compadre arrabalero, y el fraseo reo de los bandoneones en la orquesta de Troilo, en otras viene a ser el cordón umbilical con todo lo sucio que tiene, o tenía mejor dicho, el suburbio».

En la década del 60 consolidó su carrera internacional. Después de grabar las coplas de El payador perseguido -una extraordinaria alegoría autobiográfica que suena como el Martín Fierro del siglo XX-, hizo en el 64 su primer viaje a Japón, uno de los países más yupanquianos del mundo. El componente zen de la filosofía de Atahualpa, que había estado ahí casi intuitivamente, se profundizó con el descubrimiento del budismo nipón, e inspiró los poemas del libro Del algarrobo al cerezo. En España trabajó durante un par de años con mucho éxito, pero cuando desde el gobierno de Franco le pidieron que adelantara su próxima grabación para someterla a censura previa, Yupanqui se fue a París, donde registró sus discos esenciales para el sello Chant du Monde. Era el 68 y la ciudad ardía por el Mayo Francés. Si bien Atahualpa -por entonces de 60 años- observaba el fenómeno con escepticismo (cuando no con un desprecio casi reaccionario), la intelligentzia juvenil veía en él a un viejo bluesman de la América india que atacaba el sistema con temas como «Soy minero», «Trabajo, quiero trabajo» y «El arriero». «No me considero un iniciador de la canción de protesta», le dijo a Extra en el 69. «En todo caso soy continuador de Cristo o de Túpac Amaru.»

Grabada por primera vez el 27 de diciembre de 1944 y publicada por Odeon (como buena parte de su obra), «El arriero» surgió del encuentro con un gaucho llamado Antonio Fernández al que Yupanqui se cruzó en Tucumán. Una frase dicha al pasar por Fernández mientras conducía al ganado terminó en la libreta de apuntes del trovador: «Acá ando nomás… Ajenas culpas pagando, ajenas vacas arriando». Luego adaptó el refrán a su voz poética («Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas») y la canción fue un himno revolucionario (además de un símbolo del cruce rock-folclore por la versión de Divididos). Para Yupanqui era apenas «ligeramente social», pero tenía plena conciencia de su valor. «El arriero», le diría tiempo después a Nenette, había sido su apogeo artístico, cosa «que no entenderían nunca los reaccionarios ni los nacionalistas».

Cuando volvió a la Argentina en el verano del 70, el payador perseguido recibió trato de celebridad. Como escribe Pujol en su libro: «También con Yupanqui se iba a reproducir la consuetudinaria y muy argentina celebración de aquel que triunfa en París. Había pasado con el tango a principios de siglo, con Borges en la década del 50, con Cortázar en la del 60 y ahora con Yupanqui, en la del 70».

El poeta de esa Argentina perdida y reencontrada, el traductor más elevado de las raíces musicales de esta tierra, se había acostumbrado a estar lejos. En 1977, en una entrevista con la Televisión Española, el periodista Joaquín Soler Serrano le preguntó por qué elegía vivir en París. «Porque todo me queda cerca», dijo él. «Hasta la soledad me queda cerca.» Luego agregó: «Yo no tengo nostalgia de mi tierra. Todas las tardes, cuando me empieza a hacer un ruidito, agarro la guitarra y ahí está mi paisaje. Tengo la pampa, tengo la selva, tengo la montaña».

Desde Buenos Aires, Nenette proponía mudarse ella también. Pero Atahualpa se resistía, tal vez por su carácter solitario, tal vez para no oficializar la distancia. «Decía que en algún momento se iba a terminar su actividad en Europa y no iba a tener sentido quedarse», recuerda el Kolla. «Además no vivía en París. Iba allá cuando tenía trabajo. De modo que siempre buscaba regresar a casa. París era el lugar donde respiraba cultura, esperanza de una evolución de la humanidad hacia otras formas de convivencia y fundamentalmente donde era valorado y respetado sin ser objeto de la curiosidad por lo exótico. Para los europeos, dicho por ellos, era la voz antigua de la sabiduría ancestral americana.»

Durante los 80 siguió viajando y pisando fuerte en escenarios del mundo. Debutó en el Carnegie Hall en noviembre de 1983, a sus 75 años, y Jon Pareles escribió en el New York Times: «Tocó como si las melodías se estuvieran materializando bajo sus dedos, llenos de una impetuosidad contenida, conmovedora». En Argentina ya tenía estatus de prócer: era, sin discusión, el máximo referente para los folcloristas de todas las épocas, y era también una inspiración para el rock. Si a los veintipico había sido un joven viejo, en su última etapa Yupanqui era un viejo joven, un símbolo de libertad e integridad artística tomado como talismán por las nuevas generaciones.

Empezó a morir el 14 de noviembre de 1990, cuando Nenette falleció sorpresivamente. Atahualpa volvió de París y llegó a despedirla mientras estaba internada, pero la pérdida lo devastó. Había sido su sostén, su socia creativa, su administradora existencial por más de cuarenta años. «Toda la vida pensé que mi padre iba a morir primero», dice el Kolla. «Era un cardíaco irremediable, y había sufrido varios edemas de pulmón. A partir de ahí fue todo una gran nebulosa para mí, y creo que también para él.»

No se veía como un cantor de protesta. «En todo caso soy un continuador de Cristo o Tupac Amaru», dijo.

Dos meses después, con las cenizas de Nenette en las costas de Canadá, Yupanqui sufrió un ACV en Córdoba. Dice el Kolla: «Desde entonces ya no fue el mismo; no podía tocar la guitarra».

El hijo se preguntaba qué hacer con ese padre viudo, enfermo, desorientado y orgulloso, al que había tenido cerca de manera intermitente, una silueta enorme que entraba y salía de casa con una guitarra y una valija en cada mano. Ahora ese hombre hacía esfuerzos colosales para arreglárselas por su cuenta y no podía. Lo veía arrimarse al piano, pensativo, tratando de tocar, pretendiendo autosuficiencia cuando aparecía alguien. «No era el padre que yo había conocido», dice el Kolla. «Había habido una ruptura. Una ruptura con la vida. Mi madre había sido nuestro eje, y ese eje se había roto.»

El Kolla habló con Juan Bautista, un hijo de la primera mujer de Atahualpa, y le pidió que se quedara con el Tata en un departamento familiar en Caballito, en Donato Alvarez y Rivadavia, cerca de la primera pensión en la que se había instalado Yupanqui en su primera estadía porteña. «Cometí un error», dice el Kolla. «Yo vivía en el Cerro. Me lo podría haber llevado conmigo, pero pensaba en el tiempo que me tomaría ir hasta el hospital de Jesús María si le agarraba un edema. Pensaba en su salud física, pero no en la salud espiritual, que era más importante.»

Ese año y medio de «dolor y tormento» terminó en Nimes, Francia, adonde Yupanqui había viajado con el último resto de energía -y su orgullo inagotable- para recitar en un teatro. Murió en la madrugada del 23 de mayo de 1992. Lejos de casa, como estaba escrito en El canto del viento: «Y así voy por el mundo, sin edad ni destino. Al amparo de un Cosmos que camina conmigo. Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella».

Sus cenizas fueron enterradas bajo una piedra angular, a la sombra del roble joven que plantaron con Nenette mientras hacían la casa en Cerro Colorado. Hoy es una especie de santuario laico, un símbolo de la conexión de Atahualpa Yupanqui con la tierra. «Los poetas no debieran tener una cruz sobre su tumba», dijo diez años antes de morir. «Ha­bría que plantar un árbol, porque algún día las aves harían nido y cada mañana con ellas saldría el espíritu del hombre, el alma, los silencios guardados, las vibracio­nes del hombre, a tomar sol y a silbar por los campos. Y después volverían, o se irían por esos caminos.»

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